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Trump y la dinastía del pato

Un par de meses después de la fallida Cumbre Mundial por el Desarrollo Sostenible de Johannesburgo, que terminó en agosto de 2002 con una sonora pitada a Colin Powell, quien dio la cara por la espantada de George Bush, el Departamento de Estado organizó una visita a EE UU de periodistas europeos para intentar revertir la penosa imagen medioambiental que ofreció al mundo. Durante dos semanas, en compañía de tres colegas de Alemania, Dinamarca y Letonia, me entrevisté con investigadores en el MIT de Boston, alcaldes y responsables políticos del Gobierno federal, pero también con granjeros, fabricantes de especias orgánicas, activistas medioambientales y expertos implicados en la recuperación medioambiental de grandes espacios naturales amenazados.
La escala más interesante del viaje fue el Estado de Vermont, convertido en un auténtico oasis en materia de desarrollo sostenible, gracias en buena parte al liderazgo del exalcalde y senador Bernie Sanders, quien disputó este año a Hillary Clinton la candidatura demócrata a la Casa Blanca. Entonces, la mano derecha de Sanders, Peter Clavelle, era el alcalde de la capital de Vermont, Burlington, una ciudad volcada con el cumplimiento de las recomendaciones de la llamada Agenda 21, fijada diez años antes en la Cumbre de Río para lograr un desarrollo sostenible. El compromiso cívico de Burlington era ejemplar. En el proyecto estaban implicados desde la Universidad de Vermont, la alcaldía y la Cámara de Comercio a colectivos vecinales, asociaciones ecologistas y los agricultores y ganaderos de una ciudad abastecida en una gran parte con energías renovables, con viviendas para los jóvenes, con tren de cercanías, consumidora de productos orgánicos producidos en múltiples granjas locales y volcada en la recuperación de un lago, llamado Champlain, en riesgo como nuestro Mar Menor por los nitratos y los fosfatos generados por la actividad agrícola.
Pero Burlington era, y es, una minúscula gota de 40.000 habitantes en un heterogéneo país donde el grueso de sus 287 millones de habitantes no estaban por la labor de reducir el uso de combustibles fósiles. Pese a ser un caso excepcional, esa comunidad local, como el resto de EE UU, ya comenzaba a sufrir hace catorce años los efectos de la globalización y la consiguiente desconfianza hacia las elites políticas. La madera china hacía añicos la actividad económica que generan los espectaculares bosques de Vermont, donde se temía, además, que el mercado internacional arruinase su pequeña pero vital red de granjas lácteas. En ese estado, que sigue siendo el más izquierdoso del país, Clinton ganó el martes holgadamente a Trump, que se llevó el triunfo final al arrasar con sus mensajes populistas (’América primero’) en el vasto territorio rural, de profundas convicciones religiosas y conservadoras, que se extiende entre ambas costas de Estados Unidos. Las proclamas identitarias y contra el ‘establishment’ de Washington que represataba Hillary Clinton calaron en la clase blanca trabajadora de las empobrecidas zonas industriales del Medio Oeste y en los ‘rednecks’ del medio rural. Es la América invisible, el auténtico macizo de la raza, que no entra en contacto con los millones de turistas europeos que visitan Nueva York, Boston o Los Ángeles. Es la América que aún recela de la teoría evolutiva de Darwin y que no se informa a través de los periódicos más influyentes. A veces ni siquiera por las grandes cadenas de televisión, sino por las redes sociales, donde la verdad carece de importancia si lo que se cuenta entretiene y tiene capacidad viral. Que no disfrutan, como los europeos, con series como ‘Sexo en Nueva York’ o ‘The Big Bang Theory’, sino con realitys de audiencias masivas en la tv por cable, donde los protagonistas son personas reales de esa América profunda, como ‘Duck Dinasty’ (La dinastía del pato), el día a día de una montaraz familia de Louisiana que se hizo millonaria vendiendo reclamos para cazar patos, sin esconder un ápice sus actitudes homófobas y xenófobas.
Pero explicar los resultados de las elecciones estadounidenses como una mera reacción contra el sistema de millones de supuestos paletos racistas sería simplista y equivocado. Que un personaje tan execrable como Donald Trump haya ganado unas elecciones democráticas en EE UU es un aviso de algo mucho más profundo, que está dando alas a las vías más populistas en América y Europa. Aquí como allí, las consecuencias de las políticas de ajuste tras la crisis financiera de 2007 han conducido a un empobrecimiento generalizado de las clases medias y trabajadoras. Obama terminará su mandato con una tasa de paro inferior al 5%, pero con pérdidas de poder salarial que alcanzan a una amplia capa de la población, muy recelosa con una nueva economía global que acentúa las desigualdades sociales. Es indudable que la apuesta de China por un capitalismo salvaje, en términos de costes salariales y derechos de los trabajadores, ha llevado a una profunda caída de la producción industrial en Occidente, no solo en Michigan, Ohio, Pensilvania o Wisconsin. Pero que la solución sean las propuestas de Trump, contrarias a los tratados comerciales, es otra cosa distinta y discutible porque el nuevo presidente ha desestimado que el principal factor para el declive de muchas industrias tradicionales es el cambio tecnológico, y no la supresión de aranceles.
El pesimismo económico, la desafección hacia la clase política y el miedo a la inseguridad colectiva han llevado a la Casa Blanca a un líder político sin experiencia, equipo y conocimiento de los grandes asuntos internacionales. Con el país completamente dividido por una campaña plagada de descalificaciones, Trump se dispone a tomar el mando sin que existan más referencias de su posible acción de gobierno que vagas promesas genéricas y su ristra de improperios y actitudes agresivas hacia numerosos colectivos. Aunque el propio partido republicano pueda embridar posibles desatinos en ambas Cámaras y la propia gobernabilidad le empuje a la moderación, los grandes acuerdos climáticos, comerciales y de defensa con la UE están claramente amenazados. Se avecinan nuevos tiempos de mayor inestabilidad e incertidumbre.

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