Que Noam Chomsky haya calificado al partido republicano de Estados Unidos como la «organización más peligrosa en la historia del mundo», porque controlará las dos Cámaras, el Ejecutivo y el Tribunal Supremo, suena directamente a una exageración que es producto de la preocupación generalizada por la victoria del magnate populista Donald Trump. Pero Chomsky, uno de los referentes intelectuales de EE UU, en realidad no hace más que expresar con rotundidad buena parte de los temores de una inmensa mayoría de la comunidad científica, especialmente en el ámbito de la lucha contra el calentamiento global.
Desde que Donald Trump dijo en Twitter en 2012 que el cambio climático era una invención de China para erosionar la industria de Estados Unidos, todas las manifestaciones públicas del presidente electo, sobre todo en la campaña a la Casa Blanca, han ido claramente en una misma dirección: poner en duda la actividad humana como acelerador de la subida de temperaturas (un debate ya cerrado hace tiempo) para dar un giro a la política medioambiental impulsada por Obama. De hecho, Trump prometió que en sus primeros cien días de gobierno retiraría a Estados Unidos del acuerdo del cambio climático de París y suavizaría la normativa adoptada en los últimos años por la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), incluyendo el ‘Clean Power Plan’ creado para reducir las emisiones de las contaminantes plantas de carbón.
Los primeros movimientos de Trump no han contribuido a calmar los ánimos. Al frente del equipo que gestionará el relevo en la EPA ha situado a Myron Ebell, un destacado escéptico del cambio climático que, al frente de un ‘think tank’ conservador, se había ya significado por tildar de «alarmistas» las consecuencias de la subida de temperaturas y por señalar que era «ilegal» ese plan adoptado en 2015 para reducir las emisiones de las plantas más contaminantes.
El compromiso de Estados Unidos con los acuerdos internacionales del clima incluye una reducción de los gases de efecto invernadero que sería del 28% en 2025, respecto a los niveles emitidos por el gigante norteamericano en 2005. Dado que esos acuerdos ya están firmados, Trump no puede incumplirlos de manera inmediata, aunque podría hacerlo en 2020. En el peor de los escenarios, no se descarta una opción más drástica: el envío de una notificación, una vez en posesión del cargo, a la secretaría general de Naciones Unidas comunicando la salida de EE UU de la Convención del Cambio Climático. Una retirada que tendría efecto al cabo de un año y que tiraría por tierra los acuerdos internacionales iniciados en Kioto. Sin EE UU, perderían gran parte de su efecto real y nunca llegarían los 800 millones prometidos por la Administración Obama a las naciones en vías de desarrollo para adaptarse al cambio climático.
La gran esperanza para diluir todos esos sombríos planes está depositada en estados como California, cuyo gobernador, Jerry Brown, ha manifestado que seguirán adelante con sus planes para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. En términos de Producto Interior Bruto, California es la sexta economía del mundo y el segundo estado norteamericano con mayor volumen de emisiones. El estado de Nueva York, cuya población es ligeramente inferior a la de Australia, también seguiría comprometida con los acuerdos de París. Solo en la acción decidida de esos grandes estados, junto a la rebelión de las voces más responsables del partido republicano, podría estar la clave para que los planes de Trump se atemperen o incluso sean repensados.
No solo es sombrío el panorama para el medio ambiente. También para la ciencia. El hecho de que Trump haya tenido encuentros durante su campaña con destacados postulantes del desacreditado vínculo entre las vacunas y el autismo ha dejado perplejos a los científicos. Como las minorías raciales, los investigadores de todo el país se han puesto en guardia. En las última semanas, no falta cada día una voz destacada de la comunidad científica estadounidense que abogue por la necesidad de estar vigilantes ante las primeras medidas del presidente electo. Ya no solo por el posible recorte de fondos a las agencias gubernamentales y a la financiación de la investigación, sino también por la posibilidad real de interferencias políticas en la toma de decisiones en materia de salud y medio ambiente, que hasta la fecha se adoptaban en base a evidencias científicas. Muy pronto los estadounidenses saldrán de dudas.