Hace 29 años no existían los teléfonos móviles ni sabíamos qué era internet. Solo emitía TVE y en las redacciones de los periódicos todavía podían encontrarse viejas máquinas de escribir que los más veteranos, como si fueran chalecos salvavidas, renunciaban a tirar porque los rudimentarios ordenadores se colgaban cada dos por tres. Algunos, como los redactores de sucesos, ni siquiera usaban grabadoras de casete. Si te dedicabas a cubrir sucesos en el Madrid de finales de los 80, donde el tecnicolor de la Movida se fundió en negro con los estragos de la heroína y la delincuencia, era desaconsejable sacarla en los lugares que debías frecuentar. En su lugar, boli, libreta y memoria para las citas textuales. Me bastaron los primeros días de trabajo en la sección de Sucesos de ABC para interiorizar la esencia de un oficio que aprendí con aquellos dinosaurios del periodismo que nos lanzaban a la calle a por historias y noticias con un único consejo: «Búscate la vida, pero vuelve con algo». Lo fundamental que sé de mi trabajo, lo que soy, es producto de aquellos días.
Recuerdo especialmente el 5 de noviembre de 1987. La noche anterior, un taxista y una prostituta fueron asesinados de sendos disparos en la cabeza. En distintos puntos de la ciudad y a diferentes horas. Localicé al padre de la joven en el Anatómico Forense. Era un trabajador que emigró al cinturón urbano de Madrid. Estaba destrozado. No solo por la muerte de su hija. También porque se enteró, como sus vecinos y amigos, de que se dedicaba a la prostitución en la lujosa zona de Capitán Haya, empujada por la adicción a las drogas. Y todo porque una radio dio el nombre completo de la joven, en lugar de sus iniciales. Horas antes, en la escalera del edificio donde vivía el taxista, una de sus hijas me relató que su padre conducía sin seguro y que ya le habían atracado cerca de diez veces en los últimos meses.
Ambas conversaciones me hicieron perder el temor para siempre a cualquier otra que me deparase el futuro. Ninguna podría ser tan amarga y complicada emocionalmente como aquellas. Asumí que para acercarse a la verdad hay que profundizar en los hechos porque la esencia del periodismo no consiste en solemnizar lo obvio, sino justo en lo contrario, a través de un proceso de investigación y de rigurosa verificación de la información obtenida. Y para ello hay que estar dispuesto a pasar por situaciones difíciles, como la que viví años después junto a mis compañeros por no secundar la ‘teoría de la conspiración’ del 11M. En aquellos primeros tiempos interioricé que el cumplimiento con el derecho a la información de los ciudadanos es ineludible y, a la vez, éticamente posible sin pisotear la dignidad de las personas y causar un daño gratuito a los demás, como hizo aquella emisora. Los hechos son sagrados, pero eso no implica neutralidad. No cabe la equidistancia moral con las víctimas y sus verdugos en el tratamiento informativo de cualquier tipo de violencia. Elaborar información veraz, como exige la Constitución, es la primera, pero no la única, responsabilidad pública del periodista en un mundo donde la banalización de la verdad cotiza al alza. Resulta escalofriante para las sociedades democráticas que el Diccionario de Oxford haya elegido como palabra del año ‘Posverdad’, un término usado para «denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal».
El éxito del ‘Brexit’ se cimentó en buena parte en las mentiras que, una vez ganado el referéndum, confesaron sus promotores. En la campaña electoral de EE UU, la primera seguida masivamente por las redes sociales, se ha generado un intenso debate sobre el auge de las webs de noticias falsas y su difusión por Facebook. Tres meses antes de las elecciones, la información más leída a través de Facebook aludía al apoyo del Papa a Donald Trump, una información falsa que enganchó a 960.000 lectores, cien mil más que la historia con mayor repercusión elaborada por el Washington Post en la campaña. Facebook, que como Google no elabora contenidos informativos pero se beneficia económicamente de los producidos por terceros, se ha visto obligado a anunciar que intentará extremar sus controles sobre las noticias falsas. Una tarea complicada para un gigante que hasta ahora no se ha visto impelido a asumir ninguna responsabilidad pública o jurídica, como la que pesa, afortunadamente, sobre los medios tradicionales respecto a lo que difunden en sus distintos soportes.
La política posverdad se ha instaurado también en nuestro país. En el momento populista que vive el mundo se ha erigido en una eficaz herramienta a la que recurren dirigentes de todo el espectro ideológico. Es cierto que los políticos no tienen la obligación legal de decir la verdad, pero algunos han hecho de las mentiras y las medio verdades su modus vivendi. El espectáculo de la deshumanización de la política (no hay palabras para el gesto de Podemos con el minuto de silencio de Barberá) está a la altura del espectáculo de la información política al que se han apuntado varias cadenas de TV porque es barato, genera audiencia e ingresos publicitarios. Que luego venga el popular Rafael Hernando con el cuento de que apartaron a Barberá para protegerla de las «hienas» de los medios ya es el summum del cinismo, sabiendo que lo que se protegía, en realidad, eran las expectativas de gobierno del PP con el apoyo de Ciudadanos.
En ‘La Verdad’, que defiende el cumplimiento de la legalidad sin excepciones, hemos sostenido que los políticos imputados/investigados por delitos no deberían ir en las listas electorales. Y que lo más juicioso es que los cargos electos que resulten imputados renuncien en el momento de la apertura de juicio oral. Salvo que se trate de un delito flagrante o se dañe a las instituciones porque en paralelo a las responsabilidades penales están las políticas, aquellas que nos afectan a todos. PP y Ciudadanos firmaron voluntariamente un acuerdo más exigente (dimisión en el momento de imputación por corrupción) al que puede verse encarado Pedro Antonio Sánchez si, como todo parece indicar, una juez pide al TSJ que lo investigue por el ‘caso Auditorio’. El presidente se enfrenta a un grave problema que este diario, como es su obligación, ni ha escondido ni esconderá a sus lectores. Igual que hacemos con sus aciertos. En lo personal le deseo la mejor de las suertes, pero como director de ‘La Verdad’ mi responsabilidad será exigirle, sin menoscabo de su presunción de inocencia, todas las explicaciones públicas que hasta ahora no ha ofrecido, confrontando sus palabras y compromisos con los hechos. Eso es lo que aprendí y da sentido a treinta años volcado con una profesión. Siete de ellos en un periódico llamado ‘La Verdad’.