Cuando irrumpe una potencial amenaza para la salud pública o para el medio ambiente, los políticos europeos invocan el llamado ‘principio de precaución’, que permite tomar decisiones preventivas en ausencia de certidumbres científicas para evitar daños irreparables. Los precursores de este principio fueron los políticos alemanes, que lo introdujeron por primera vez durante los años 70 en su legislación medioambiental. Desde entonces hay pocos acuerdos internacionales que no lo recojan. Está en el Tratado de Maastrich y en la Declaración de la Cumbre de la Tierra de Río. Y se ha aplicado en numerosas crisis sanitarias: el mal de las ‘vacas locas’, la pandemia de gripe A, la crisis del aceite de orujo… Ningún responsable de salud pública duda de la utilidad de este principio en casos de grave alerta alimentaria si se aplica acertadamante. Los problemas son muy graves, por el contrario, cuando sirve para tapar otros intereses o se administra irresponsablemente, como ha sucedido con el brote de la nueva variante de la bacteria ‘E. coli’. Por más que se empeñe la canciller Angela Merkel, la consejera de Salud de la ciudad-estado de Hamburgo, Cornelia Prüfer-Storcks, se precipitó al situar a los pepinos españoles en la diana de la alerta antes de comprobar si la bacteria hallada en un par de vegetales era la patógena que infectó a los pacientes. El sistema de trazabilidad de esos pepinos sospechosos llevó a Almería, pero bajo ningún concepto se admitía una potencial contaminación durante la manipulación de los productos en Alemania, algo más que plausible por la ausencia de casos en España. Prüfer-Storcks señaló a los agricultures españoles sin los análisis científicos precisos y con vagos datos epidemiológicos. Hamburgo olvidaba que el ‘principio de precaución’ solo es justificable cuando se agotan todos los exámenes protocolizados y persisten las incertidumbres científicas. No hay otra salida que la reparación de todo el daño económico causado a los productores de verduras y transportistas españoles, que han visto cómo se desplomaban sus ventas y la confianza de los consumidores. Un país tan ejemplar como Alemania en muchos aspectos debería reflexionar sobre por qué viene cayendo en los últimos tiempos en esto de crear miedo y dudas. Hace solo unos meses, el comisario de Energía, el alemán Günter Oettinger, metía el pánico en el cuerpo a los europeos calificando de «apocalipsis» la situación en la central de Fukushima. Y la propia Merkel arrojó este invierno demasiadas dudas sobre la economía española, contribuyendo a la escalada de la prima de riesgo de nuestra deuda y al deterioro de la imagen de un país donde, según dijo faltando a la verdad, nos jubilamos pronto y tenemos muchas vacaciones. Alemania es la locomotora de Europa, pero Merkel no para de perder elecciones regionales por el debate nuclear, el coste de la crisis de la deuda europea y las misiones militares en el exterior. Toda esa pérdida de poder interno contrasta con el creciente peso alemán en los asuntos clave de la UE, alentado por el menguante papel de la Comisión Europea y la debilidad de España y de otros Estados miembros. Ni el ejecutivo comunitario, desaparecido en la crisis, ni el Gobierno central, distraído en los primeros instantes por el relevo de Zapatero, pueden despistarse de nuevo en un problema que amenaza a la población y a la economía de toda la UE.