Es de esperar que la comisión creada en el Congreso de los Diputados para evaluar a partir de enero la reforma del modelo territorial no se convierta en la napolitana Academia de los Ociosos en la que ingresó Francisco de Quevedo. Aunque agrupados bajo un engañoso nombre (su lema era ‘no quedarse en la apatía’ y sus integrantes no eran perezosos desocupados sino poetas y literatos que apostaban por cultivar el espíritu), Quevedo y sus contertulios derivaban con facilidad en bizantinas discusiones sobre qué tipo de canciones cantaron las sirenas para atraer a Ulises o con qué pie tocó tierra Eneas cuando desembarcó en Italia. Ahora son malos tiempos para la lírica y lo deseable es que la apertura del melón del estado autonómico, de cara a una eventual reforma de la Constitución, no sirva a la postre para que cada partido saque su particular tajada de un debate necesario, siempre que conduzca a una mejora estructural del sistema autonómico y a los cambios precisos para dar respuesta a los problemas de un país que empieza a parecerse poco al de 1978. Los dos grandes partidos ya han avanzado la lista de comparecientes que desfilarán por el Congreso durante los próximos seis meses, sin que por el momento sepamos muy bien a qué va a conducir todo un proceso que no debería utilizarse para satisfacer o apaciguar a los separatistas. Las dificultades para llegar a un consenso son elevadas porque de partida las posiciones son muy distantes. Por un lado, frente a la impasibilidad del PP de Rajoy nos encontramos la alternativa federalista del PSOE de Sánchez, que no se termina ni de concretar ni de entenderse. Y luego en los extremos aparecen Podemos, que apuesta por tirar la casa en lugar de reformarla, y los nacionalistas, renuentes a cualquier acuerdo por su falta de interés político en un proyecto común. Pero las dificultades de inicio no deberían poner freno a una revisión ineludible, habida cuenta de la grave crisis institucional que ha vivido España en los últimos siete años. Mucho más complicado era el entorno político y social de los años previos a la redacción y aprobación de la Constitución. Pero lo que entonces parecía imposible se hizo realidad por la talla política de los actores implicados, la existencia de una verdadera voluntad de cambio democrático y, desde luego, la participación activa de una ciudadanía que se sentía protagonista de la transición a la democracia. Ninguna de esas tres premisas previas se dan ahora. Da igual, la situación obliga.
Más allá de la sempiterna necesidad de dar contenido y competencias territoriales al Senado, habría que buscar soluciones de fondo para algunos males que han lastrado la competitividad política, económica y social del país. Algunas de esas taras, como la fractura del sistema educativo en 17 diferentes, han contribuido al debilitamiento de España como proyecto, aunque ya tienen difícil remedio dado que no cabe, ni sería deseable, una involución de competencias autonómicas. Existen mecanismos de coordinación real para lograr la cohesión y la equidad o de garantías para aplicar políticas de Estado, por ejemplo en materia de agua. Durante años, los técnicos de las comunidades autónomas han aportado soluciones a retos comunes en el seno de organismos como el Consejo Interterritorial de Salud o el Consejo de Política Fiscal y Financiera, soluciones que a la hora de la verdad han sido orilladas por los dirigentes políticos de distinto signo en beneficio de posiciones partidistas o territoriales. Me temo pues que no es tanto la falta de nuevas herramientas, sino de voluntad política, lo que impedirá avances sustanciales en las posibles reformas territorial y constitucional.
De ahí que sería bueno que antes, o al menos paralelamente, hubiera un acuerdo en el seno del Consejo de Política Fiscal sobre el nuevo modelo de financiación autonómica, cuya entrada en vigor está pendiente desde hace tres años. Parece que espoleado por las críticas de los barones de su partido y del PSOE por la aprobación del cupo vasco, Rajoy ha dado órdenes a Montoro para que entre en materia, a lo que ha respondido el ministro con una convocatoria para el próximo 28 de diciembre, día de los Inocentes, de los técnicos autonómicos. Para entonces ya habrá nuevo Gobierno en Cataluña. Teóricamente, el panorama se habrá despejado. O quizá no, en función del nuevo signo político de la Generalitat.
Lo cierto es que la Región de Murcia se juega mucho en ese envite y no le conviene en absoluto que la nueva financiación se posponga sine die. El comité de sabios dirigido por Ángel de la Fuente, el IVIE, Fedea… apuntan con claridad que somos, junto a la Comunidad Valenciana, el territorio autonómico más perjudicado por el actual modelo. Hace solo unos días, el mapa de la financiación autonómica elaborado por la Universidad de Barcelona ha vuelto a confirmar lo ya sabido: los mecanismos de compensación financiera introducidos en el modelo vigente penalizan a la Región. La necesidad de revertir esa situación es más acuciante porque, además, el Gobierno de López Miras ha tomado la decisión política de eliminar a partir del 1 de enero el impuesto de sucesiones y donaciones, de acuerdo con Ciudadanos y asumiendo una reclamación de los empresarios de Croem y otras organizaciones sociales. Por el momento, el Ejecutivo murciano lo apuesta todo a la dinamización de la economía y el consumo, hasta el punto de que prevé un incremento de 174 millones en sus ingresos por la vía de los impuestos estatales. Una mejora en las arcas regionales que no deja de ser relevante, pero que en definitiva sigue dejando un margen muy estrecho para inversiones productivas de calado porque un altísimo porcentaje de las cuentas públicas es absorbido por el mantenimiento de la educación, la sanidad y otros servicios básicos esenciales. Nos espera un 2018 repleto de importantes debates territoriales. Lo que está por ver es si sus protagonistas van a estar a la altura de los desafíos que se pretenden superar.