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Siempre con las víctimas

La deuda moral con las familias destrozadas por ETA nos alcanza a todos. No solo debemos darles el protagonismo que merecen. Tenemos la obligación de impedir que caiga en el olvido el verdadero rostro de lo que fue la banda terrorista

He contemplado de cerca el horror de los cuerpos de dos militares acribillados en la plaza de Atocha; he visto reflejado el ambiente opresivo que palpé hace años en Cestona descrito magistralmente por Fernando Aramburu en su novela ‘Patria’; he conocido de cerca la dignidad de las víctimas del terrorismo; he mirado durante algunos años los bajos de mi coche antes de ir a trabajar; he asistido recientemente a un recuerdo emocionado de nuestro compañero asesinado, el director financiero del ‘Diario Vasco’, Santiago Oleaga; sé por algunos de mis colegas que, pese al cese de los asesinatos desde hace unos años, todavía hay quien mantiene su buzón sin nombre en el portal de casa, después de haber sido abiertamente señalado por el colectivo proetarra y sus órganos de propaganda… Pero todo eso no es nada comparado con lo visto y lo sufrido por miles de víctimas del terrorismo en España.

Más de 850 asesinados, 2.600 heridos, 10.000 extorsionados y miles de amenazados son el dantesco balance de sesenta años de violencia etarra. Detrás de cada cifra hay una víctima y una familia rota por el dolor. Ahora, los supervivientes asisten a la disolución definitiva de ETA. Un adiós que llega demasiado tarde y repleto de tintes crueles, como cabía esperar de un grupo de pistoleros asesinos. Sin una sola mención a quienes fueron sus víctimas. Sin un ápice de contrición. Un epílogo vergonzante que no surge del arrepentimiento sino como pura estrategia para enmascarar su fracaso y huir de las terribles responsabilidades contraídas. Solo es la pura constatación de su derrota a manos del Estado de derecho. Un trampantojo trenzado con apoyos internacionales para lograr las máximas cotas de impunidad. Una claudicación, forzada por la eficaz actuación de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad y de la Justicia, que en ningún caso pone punto final a todo el daño infligido a lo largo de seis décadas. Las heridas son irreparables y ETA no contribuye a mitigarlas con esta despedida por entregas, sin arrepentimiento ni reconocimiento del dolor causado, que trata de justificar lo injustificable de manera artera.  Ha hecho moral y políticamente lo correcto el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, cuando afirma que «no hubo ni habrá impunidad. Los crímenes seguirán investigándose y juzgándose y las condenas seguirán cumpliéndose». En efecto, los españoles nada les debemos a los terroristas ni nada les tenemos que agradecer.

Es innegable que la desaparición definitiva de la banda terrorista es una noticia positiva, pero no debe llevar a engaño porque con su esperada disolución solo busca réditos en términos de beneficios penitenciarios, judiciales e incluso sociales en el País Vasco. Ni han entregado todo su arsenal oculto a las fuerzas de seguridad ni han mostrado intención de colaborar con la Justicia para esclarecer más de 350 atentados perpetrados. La única deuda de las instituciones democráticas es con las víctimas, que deben estar en el centro de la respuesta política y social, ahora y siempre. Por ese motivo, la desaparición formal de ETA en ningún caso puede suspender o relajar la actuación del Estado de derecho respecto a aquellos activistas que fueran responsables de atentados contra la vida o la integridad de personas señaladas como objetivo de la banda. La disolución no puede acabar siendo un subterfugio para que nadie se haga cargo del pasado inmediato de tanta ignominia.

Esa responsabilidad para con las víctimas también alcanza a los medios de comunicación y a sus profesionales. No solo dando voz y prioridad a quienes han sufrido una lacra en la que no caben las equidistancias. También contribuyendo a que la memoria de lo que fue el cruel terrorismo de ETA no caiga en el olvido y analizando cuáles son sus verdaderas intenciones en el presente. Se lo debemos a todas las víctimas y a los más jóvenes, que por fortuna no han conocido el verdadero rostro de la serpiente. Por eso, cuando la banda habla del fin de un «ciclo histórico», debemos denunciar que pretende en realidad legitimar todo el horror causado y lavar su imagen de cara a las generaciones futuras. Toda esa escenificación desplegada en Francia, todo este ritual por entregas de su desaparición, obedece, como dijimos en nuestros editoriales de esta semana, a la pretensión de homologarse para consumo interno con otros ‘procesos de paz’ y de simular el reconocimiento internacional de su decisión, de tal forma que su clamorosa derrota pudiera aparecer como el sucedáneo de una paz concedida por el terror. Pero ETA dejó de matar porque sencillamente ya no podía hacerlo. Todo lo demás son relatos alternativos fabricados para digerir su monumental fracaso y salir de alguna forma indemne de su trayectoria criminal. El argumentario exhibido estos días por la banda terrorista, en términos tan hirientes y humillantes para las víctimas, evidencian el deseo de Arnaldo Otegi y los suyos de perpetuar su ideario totalitario y legitimar la violencia ejercida apelando, ignominiosamente, a las condiciones históricas de cada momento. La simbólica presencia del PNV en el acto celebrado en la localidad francesa de Cambo presagia que el nacionalismo proetarra no va a estar completamente solo en ese proceso de justificación histórica. Mal asunto en estos tiempos de posverdad que facilitan la propagación y consolidación de las mentiras.

En las páginas de esta edición dominical de ‘La Verdad’ hemos querido poner hoy todo el foco en las víctimas, tanto las que viven en nuestra Región como en otros puntos de España. Silenciadas y marginadas durante los llamados ‘años de plomo’, no pueden quedar fuera ni del debate público ni del relato imprescindible de estos sesenta años de locura homicida. «No nos merecemos este final», dicen las familias murcianas destrozadas por ETA. Desde luego que no.

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