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Valcárcel se equivoca

De todos los delitos que un dirigente político puede cometer hay pocos tan nauseabundos como la compra de un voto bajo la promesa de una oferta de trabajo. Es un delito contra la democracia en el que arteramente se conculca un derecho fundamental de nuestra Constitución y se trafica con otro. Por esas prácticas ha sido juzgado y condenado el alcalde de Fortuna, Matías Carrillo, a una pena de doce años de inhabilitación. La sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Murcia no es firme y de hecho va a ser recurrida ante el Tribunal Supremo por el alcalde, que argumenta ser víctima de una sentencia política. Lo sorprendente no radica en que acuda ante una instancia judicial superior, sobre todo si se considera inocente, sino que pretenda hacerlo sin renunciar a la alcaldía con el peregrino argumento de que le han elegido los votantes y no los jueces. Ignoro si Carrillo ha comprado votos, como sostiene la Audiencia Provincial, pero de lo que no tengo dudas es de que las urnas no legitiman comportamientos que son considerados delictivos por un tribunal. La reacción del presidente Valcárcel no fue acertada cuando afirmó hace unos días que «toda persona, también los cargos públicos, tienen derecho a la presunción de inocencia» y que el PP esperará a ver el final del proceso, es decir, al pronunciamiento del Supremo. Valcárcel yerra porque a quien ha sido condenado no se le puede presumir la inocencia. Eso es un imposible metafísico. Otra cuestión es que la sentencia sea recurrible porque no es firme y aún no es momento de ejecutar sus consecuencias punitivas. Si hay condena ya no se puede presumir la inocencia porque hay una culpabilidad probada, en tanto que un tribunal superior no la revoque. Así funcionan las cosas en el derecho procesal y no de otra forma. Carrillo podrá seguir siendo alcalde hasta que el Supremo revise el fallo porque jurídicamente tiene esa posibilidad. Le asisten los mecanismos garantistas de ley de enjuiciamiento criminal y, por lo que se ve, tiene el respaldo del PP de la Región de Murcia, al que no le parece importar cambiar de criterio sobre en qué momento procesal hay que depurar responsabilidades políticas. Es difícil de entender cómo se puede decir que Rubalcaba está inhabilitado para ser candidato, porque la cúpula policial será juzgada por un delito de colaboración con banda armada, y mantener a la vez un discurso condescendiente con quien es condenado a doce años de inhabilitación. La magnitud de esos delitos, en un caso aún presunto, es obviamente distinta, pero los principios que rigen la ética política deberían ser inalterables. De ahí que también me parezca rechazable que Rubalcaba minimice el presunto chivatazo del bar Faisán con el argumento de que es una anécdota en la lucha sin cuartel contra ETA y me abochorna que vayan a rendir cuentas los mandos policiales mientras que al jefe político de estos se le asciende a ministro de Interior. Pero esa es mi opinión personal, no el fallo de un tribunal. El caso de Francisco Camps, que se sentará como presidente de la Generalitat en el banquillo por cohecho impropio, es la demostración palpable del daño que puede generar a las instituciones y a un partido político el no aplicar a tiempo, de forma coherente y contundente, unos sólidos principios éticos.

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