El desapego de los ciudadanos por el autogobierno debe motivar una reflexión profunda en los representantes públicos locales. El hartazgo por la realidad política alcanza cotas alarmantes. El diagnóstico es sencillo; lo complejo es la respuesta
Si el historiador Raymond Carr calificó la Transición como un «festín para los politólogos», me pregunto qué diría entonces hoy de la realidad sociopolítica que atraviesa la Región de Murcia, a la vista del inextricable resultado electoral del 10-N y las conclusiones del Barómetro de Otoño del Cemop. Que Vox iba a crecer era previsible por el impacto de la espiral independentista catalana en una comunidad autónoma que sigue teniendo una mayoría social conservadora, el más acentuado sentimiento de españolidad y el más bajo perfil identitario de todo el país. Pero ni los más avezados especialistas en sociología política habían imaginado que los de Santiago Abascal vencerían con casi el 29% de los votos, siendo la primera fuerza en hasta 16 municipios murcianos. En realidad no lo esperaban ni los dirigentes nacionales de Vox. La prueba está en que, en lugar de afianzar a su cúpula regional tras la victoria, lo que ha hecho es laminarla por completo para formar una gestora capaz de gestionar este inopinado éxito. Como era de prever, a la primera ocasión propicia, Vox ha irrumpido en la política regional pateando el tablero de juego. No solo ha roto consensos institucionales sobre violencia de género sino también en materia de protección a la infancia, negándose a rubricar un documento de Unicef e impidiendo por primera vez la unanimidad necesaria para una declaración de la Asamblea en favor de los derechos de los niños, de todos los niños. Los dirigentes populares piensan que la situación es coyuntural y que los votos fugados a Vox son recuperables, aunque un exceso de confianza puede resultarles fatal. Basta con echar un vistazo en la UE para comprobar cómo el centroderecha es irrelevante, o ha desaparecido, en aquellos países donde otras formaciones populistas de derecha radical han crecido exponencialmente (Francia, Hungría, Polonia, Italia…).
Vox quiere sustituir al PP como Podemos al PSOE. Aquí está encontrando un caldo de cultivo favorable, a la vista de las respuestas del sondeo del Cemop a la pregunta por las preferencias sobre la forma de organización territorial de España. Durante décadas, la Constitución, y el modelo autonómico consagrado en ella, ha sido mayoritariamente percibida como la clave de bóveda de la mayor etapa de progreso en nuestra historia reciente. Pues bien, ahora un 22,8% de los encuestados en la Región de Murcia desearían un Estado central sin autonomías y casi la mitad preferiría mantener el modelo actual, pero con algunas competencias, como la educación y la sanidad, en manos del Estado. Ese desapego de los murcianos hacia el autogobierno debería motivar una reflexión profunda en los representantes públicos locales. Es la señal más clara de que el desafecto y hartazgo sobre la realidad política alcanzan ya cotas alarmantes. El diagnóstico es sencillo; lo complejo es la respuesta. A mi juicio, se equivocarán quienes pretendan reprender a una parte importante del electorado por el sentido de su voto, llegando incluso a tacharlo de ultraderechista de manera simplista, en lugar de profundizar en las causas multifactoriales del crecimiento de Vox, que recogió votantes procedentes de todos los partidos, incluido de izquierdas.
En el plano político, y también informativo, Vox plantea intrincados desafíos porque sus políticas no se basan en la evidencia, sino en mensajes con una pesada carga emocional que apelan más a los sentidos que a la razón, lo que cuaja en peligrosos discursos de trazo grueso sobre la inmigración y la libertad sexual. Lo grave no es tanto su discrepancia con las leyes contra la violencia de género o las actuaciones contra el cambio climático, lo cual tiene legitimidad democrática, como la misma negación de fenómenos de incontestable naturaleza. En esta tesitura hay muchas personas de buena fe que abogan por cordones sanitarios o por vetos informativos. En mi opinión, sin ánimo de arrogarme la posesión de la verdad, ese es precisamente el combustible que aviva su llama y le hace ganar terreno. Insistir en esa línea es tan contraproducente y peligroso como la opción contraria: el blanqueo de cualquier relato político que rezume xenofobia y homofobia. Creo que el único camino transitable es el que siempre nos permitió avanzar: más y mejor política democrática, más y mejor periodismo veraz y riguroso. Nunca menos ni de lo uno ni de lo otro. Así se hizo durante la Transición, un periodo mucho más complicado de lo que la mayoría ha interiorizado. Poco después de la aprobación de la Constitución del 78 llegó lo que los sociólogos, historiadores y periodistas llamaron el Desencanto. Porque en medio de la violencia de radicales de uno y otro signo, pronto descubrimos que el gran valor de la democracia fue precisamente traer las libertades que permitieron sacar a la luz problemas y conflictos que la dictadura enmascaraba para amañar nuestra visión de la vida pública. Si los momentos más duros se superaron entonces, cómo no ahora.