Con la mirada perdida, las piernas de trapo y la titubeante capacidad de reacción de un boxeador al borde del ‘knock out’, acaba Zapatero su semana más negra de la legislatura. Tras los directos propinados por la Comisión Europea, el FMI y otros organismos internacionales al mentón de cristal de su política económica (el déficit público), el presidente viajó a Davos para recuperar la credibilidad exterior de nuestra economía. Tomó aire y desde allí lanzó promesas de austeridad en las cuentas públicas. Fue la antesala de sus propuestas de reforma del sistema de pensiones y del mercado laboral, dos iniciativas de calado estructural que reclamaban desde hace años las principales instituciones de referencia. Pero los resultados de ese giro positivo resultaron devastadores en términos políticos. La jubilación a los 67 años pilló por sorpresa a las filas socialistas, puso en pie de guerra a los sindicatos y provocó el enojo general de los futuros pensionistas. A los actuales ya los había ‘calentado’ con la pérdida de poder adquisitivo al suprimir los 400 euros de deducción en el IRPF. Los mercados, implacables, dictaron sentencia en la Bolsa con un desplome del 6%. Lejos de recuperar crédito, el Gobierno suscitó acusaciones de improvisación y descoordinación. En la opinión pública flota ahora una percepción mayoritaria: la confianza en Zapatero está bajo mínimos. La plegaria junto a Obama quedó en una anédcota para quien, según el CIS, ya no es el líder más valorado. Tampoco lo es Rajoy sino Rosa Díez. Y eso añade nuevos interrogantes sobre el papel del presidente del PP en la encrucijada que atraviesa España. A Rajoy no le gusta que le marquen los tiempos y hace oídos sordos a los cantos de sirena de los partidarios de una moción de censura o de elecciones anticipadas. Como hizo con los conflictos internos del PP, Rajoy practica por ahora la suerte de Don Tancredo. Ese lance taurino que le sitúa, inmóvil, en el ruedo de la política con la esperanza de que el toro, en este caso la bestia negra de la crisis, le confunda con una estatua y no le arrolle. Puede optar por contemplar el naufragio de su adversario o intentar consensuar con él esas dos reformas ineludibles. Lo segundo es difícil de digerir para el PP que, en materia económica, ha sido ninguneado y tachado de antipatriota por el Gobierno. Pero, ¡ojo!, lo que de verdad inquieta a la ciudadanía no es el futuro de Zapatero o Rajoy, sino el destino de un país que bordea un precipicio. Quien gobernase sobre los escombros, sea uno u otro, tendría una parte alícuota de responsabilidad.