La legislatura arrancó esta semana en el Congreso de los Diputados con una defensa cerrada de la Corona, que atraviesa su trance más grave por la investigación judicial de los negocios privados del Duque de Palma. En las oportunas palabras de nuestros políticos había un sincero respaldo al Rey y a la vez un cierto poso de mala conciencia. No hay duda de que la principal responsabilidad de esta crisis recae en la conducta «poco ejemplar» del propio Iñaki Urdangarin, cuya actuación debe ser investigada por los tribunales hasta sus últimas consecuencias. Pero es evidente que ni los legisladores ni el Gobierno salientes han sabido cumplir acertadamente con la obligación en toda monarquía parlamentaria de proteger la figura del Jefe del Estado de sus propias limitaciones y errores, y propiciar una percepción social positiva de su contribución a la estabilidad y el desarrollo de España. Así lo hizo el Gobierno de Tony Blair cuando la Familia Real británica, hundida en los índices de popularidad, se disponía a gestionar de la peor manera posible la muerte de Lady Di. Por razones diferentes, España padece una situación semejante a la que vivió el Reino Unido. Basta con ver el último barómetro del CIS de octubre y comprobar cómo, por primera vez, la confianza en la Monarquía no llega al aprobado después de muchos años en los que la institución recibía una buena valoración de los españoles. En un país como el nuestro, sin monárquicos ni republicanos acérrimos, la Corona sólo tiene sentido si la ciudadanía aprecia su utilidad, lo que depende de la ejemplaridad de los miembros de la Familia Real pero también del espacio institucional y los cometidos que le marque el Gobierno de turno. La Corona tiene un valor simbólico que ha demostrado ser, además, un bien democrático fundamental en momentos clave desde la Transición hasta nuestros días. Y no sólo me refiero al papel del Rey durante el 23-F. Aludo también a la gran función estabilizadora que desempeñó Don Juan Carlos en los momentos más difíciles de la sociedad española, cuando golpeaba con furia el terrorismo o las sucesivas crisis económicas. Tampoco es casual que la influencia de España en el mundo alcanzara su punto álgido cuando los distintos Gobiernos supieron utilizar el prestigio internacional del Rey para fortalecer su política exterior, una estrategia que multiplicó el peso de nuestro país en los grandes ámbitos de decisión supranacionales y favoreció la internacionalización de nuestras empresas. En los últimos años, por el contrario, las visitas de Estado a España se redujeron al mínimo, mientras que la agenda exterior del Rey y del Príncipe, una cuestión que también compete al Gobierno, se debilitó hasta niveles tan intrascendentes que fomentaron una injusta imagen de ociosidad de una Familia Real convertida en carne de cañón para las revistas del ‘corazón’. Por cierto, también tenemos gran culpa los medios de comunicación, desde luego unos muchísimo más que otros, en esa banalización y pérdida de estima en la Corona. Mariano Rajoy tiene como principal objetivo superar la crisis económica, aunque no debe olvidar que será su responsabilidad recuperar la confianza en la Monarquía y en otros pilares institucionales del Estado. No será fácil, pero será una obligación ineludible como presidente del Gobierno.