Siempre que nos alcanza una ola abrasadora de calor, o se nos queman los montes o se nos inflaman los ánimos. Como sucede en muchos fuegos forestales siempre hay algún pirómano insensato dispuesto a encender una mecha para desencadenar un incendio social. El episodio protagonizado por el alcalde y diputado regional andaluz, Juan Manuel Sánchez Gordillo, responsable del saqueo de dos supermercados, ha sido tan esperpéntico y grave como los intentos muy poco afortunados de sus correligionarios de justificar lo que constituye inequívocamente un delito. Solo en un clima social tan caldeado como el actual es posible comprender cómo hay quienes tratan de justificar lo injustificable y olvidan que el cumplimiento de las leyes es uno de los fundamentos básicos del Estado de Derecho. Sobre esta idea central también se ha discutido esta semana a cuenta de la exclusión de los inmigrantes sin papeles de la sanidad pública, salvo para los casos de urgencia y el tratamiento de enfermedades crónicas. Un número cada vez más numeroso de médicos han declarado su intención de objetar para seguir tratando a los inmigrantes en situación irregular. Solo por razones de sostenibilidad del sistema nacional de salud se puede explicar esta decisión de cercenar el derecho a la salud de todo individuo, como sucede en otros países europeos, aunque desde el punto de vista de la salud pública y el control de ciertas enfermedades sea hasta arriesgado dejar fuera de la asistencia médica a un importante colectivo de personas. Es, sin duda, una decisión discutible desde la perspectiva deontológica de los profesionales de la salud y también dudosa desde el punto de vista de su eficacia. El Gobierno central ha recordado, en buena lógica, que corresponde a las autoridades sanitarias, y no a los médicos, decidir quién tiene derecho a las prestaciones de la sanidad pública. Pero a falta de dos semanas para que entre en vigor la nueva normativa, el Ministerio de Sanidad improvisa cada día las condiciones para el acceso de los inmigrantes a la tarjeta sanitaria, incumpliendo su obligación de generar la seguridad jurídica que reclaman las organizaciones médicas. Probablemente le asista la razón al Ejecutivo, como ha recordado algún colegio profesional, cuando niega la posibilidad de objeción en el cumplimiento del nuevo decreto, pero no deja de ser paradójico que se traslade toda la responsabilidad última al médico, que a la postre decidirá si la atención a un inmigrante sin papeles se ajusta al requisito de urgencia. Aunque es legítimo oponerse a las leyes por vías judiciales y políticas democráticas, éstas deben cumplirse y hacerse cumplir, aunque previamente, además de legitimidad social, tienen que reunir sólidos fundamentos jurídicos y carecer de lagunas para no dejar fuera de la ley a quienes quieren ejercer su profesión con las máximas garantías. Para no caer en la ley de la selva hay que hacer mucho más. Desde combatir ya en la escuela la cultura del fraude, tan asentada en nuestro país, a terminar con los llamamientos a la insumisión por dirigentes políticos a derecha y a izquierda, con las normas de efectos retroactivos y con las amnistías fiscales para los incumplidores.