Piensa el hispanista británico Henry Kamen que los españoles se han sentido más atraídos por la ficción que por la realidad y eso explica la mayor fascinación por Don Quijote que por Miguel de Cervantes. Si a eso se suma un sistema político que no incentiva las vocaciones culturales y científicas, una constante de los últimos 500 años, el resultado es una fuga de cerebros que se remonta a los tiempos de Luis Vives y Miguel Servet. España es un país con enorme potencial científico y cultural, como prueban numerosas individualidades que están en la mente de todos, pero históricamente se ha empeñado en convertir a todos sus genios en víctimas del desarraigo. Hubo un tímido cambio de tendencia en la Transición, con el regreso de algunos ‘hijos pródigos’ y una moderna Ley de la Ciencia de 1986, pero las aguas volvieron pronto a discurrir por la rambla de siempre. Uno de nuestros mayores activos económicos, la lengua española, tuvo un impulso exterior intermitente e insuficiente, mientras que una escuela de economistas acabó imponiendo su tesis de que España no tenía nada que hacer en I+D frente a las grandes naciones europeas, por lo que mejor era apostar por los servicios, la construcción y el turismo. Hoy, el paisaje actual de la cultura y la ciencia se asemeja a un páramo del que brota el talento, sin caldo de cultivo, de forma esporádica y aleatoria. Y así seguirá, por los siglos de los siglos, si pervive la contumaz miopía de una clase dirigente cortoplacista y paticorta. Si Estados Unidos es la primera potencia es porque, además de ser el único país que tras una guerra civil incorporó al bando perdedor, recoge los frutos de una profunda y vieja convicción: la excelencia educativa y científica es la clave para la competitividad económica y merece la pena invertir en ambas, pase lo que pase, con la vista en el medio y largo plazo. Fue así como generaron un genuino patriotismo, aquel que no inventa banderas identitarias sino que piensa en las generaciones venideras. Nuestra precaria situación se agravó con la crisis y los jóvenes se van por falta de trabajo y de ayudas para seguir formándose. Salir ya no es una opción para perfeccionar lo aprendido. Quedarse y apostar por el autoempleo puede ser una vía, pero emprender sin crédito roza lo milagroso. De ahí que subir las tasas universitarias o debilitar los fondos del Cebas o el Imida, por ejemplo, serían pasos en la dirección equivocada porque hipotecarán la competitividad futura del capital humano y del sector agroalimentario en la Región. Alemania nos anima a enviar a su país médicos, ingenieros y expertos en telecomunicaciones y a que perseveremos en el turismo de sol y playa. Sigamos sus consejos y pronto la nueva Europa será como la prehistórica, donde los Homo sapiens innovaban en el norte del continente y los neandertales sobrevivían en el sur de lo que daba la naturaleza; eso sí, con un clima estupendo.