La reedición de una de sus obras y un documental sobre su vida han rescatado del olvido a Manuel Chaves Nogales, uno de los grandes cronistas del periodo de entreguerras en Europa. Con coraje e independencia, el periodista sevillano describió los peligros del totalitarismo hasta el punto de que sus reportajes y análisis sobre el fascismo y el comunismo le llevaron a ser, como él dijo, «perfectamente fusilable» por ambos bandos. En la España actual, Chaves Nogales no sería fusilable, pero sí «perfectamente linchable» en las redes sociales desde todos los bandos imaginables. Hoy no hay un solo día en que no arda en la hoguera digital de Twitter un político, actor, activista, escritor, periodista o deportista. E incluso algún ciudadano anónimo que por azar ha devenido en protagonista del algún hecho público. El norteamericano Jaron Lenier, uno de los ‘padres’ de la realidad virtual, puso en 2011 el dedo en esa llaga con su conocido ensayo ‘Contra el rebaño digital’. Lanier no es contrario al uso de internet y mucho menos a las nuevas tecnologías, pero cuestiona la deriva actual de la Red, donde el anonimato saca el lado más tenebroso de la naturaleza humana, propiciando todo tipo de ataques contra personas e instituciones e instaurando lo que llama ‘cultura del sadismo’. Lanier vincula esa cuestión con la aparición de un nuevo tipo de totalitarismo, al que denomina ‘maoísmo digital’ y que habría sido suscitado por los propios creadores de las redes sociales, primando el componente colectivo sobre el individual, la faceta tecnológica sobre la humana y la plataforma sobre el contenido. El objetivo de su provocadora obra es abogar por un humanismo tecnológico que no incentive la mentalidad de colmena y el ‘comportamiento rebaño’, fenómenos que fomentarían esas zonas de sombra de las redes sociales. Mi percepción sobre los problemas que apunta Lanier es la propia de un curioso observador que utiliza con moderación las redes sociales para intercambiar información, escuchar en ocasiones lo que se dice de cuanto acontece y sobre todo para obtener pistas de asuntos de interés. Ni tengo una perspectiva apocalíptica ni tampoco una fascinación adictiva por ellas, pero, no siendo un experto en la materia, me parece que algo de razón tiene Lanier cuando apunta que este tipo de comunicación, instantánea pero fragmentaria e impersonal, puede degradar las interacciones personales, especialmente en los más jóvenes. Y eso no es un asunto menor porque lo más importante de una tecnología es cómo cambia a las personas y a sus vidas. Si Twitter contribuye a mejorar el debate público y la participación ciudadana, bienvenido sea. Si por el contrario termina por diluir a los individuos en un enjambre donde prima el ruido colectivo, entonces flaco favor hará al progreso social. El tiempo dirá si propicia mecanismos de deshumanización o si dispara el efecto contrario y nos hace mejores personas.