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Torres, palacios y parlamentos

En ‘La vida es sueño’ de Calderón y otras obras del teatro clásico español, la torre representa el espacio del prisionero mientras que el palacio es el espacio del poder. Pero en la España que emergió en el siglo XXI, la torre se convirtió en el símbolo de un nuevo poder, el financiero, que levantó modernas atalayas, a cual más altiva, como signo de prosperidad empresarial. Por regla general, la ‘zona noble’ de las sedes de bancos y cajas, donde se toman las decisiones relevantes, ocupaban el punto más cercano al cielo y más alejado del suelo. En la cúspide de uno de los dos rascacielos inclinados de Puerta de Europa, también conocidos como Torres Kio, tenía su despacho el expresidente de Caja Madrid, Miguel Blesa. Celebraba sus almuerzos de trabajo en una sala anexa con dos enormes ventanales que ofrecían al visitante una impresionante vista de la ciudad y una inevitable percepción de que allí residía el centro de gravedad político-financiero de la Comunidad de Madrid. Con la metrópoli a los pies, al invitado ocasional no le cabía ninguna duda del porqué de la batalla entre la expresidenta Aguirre y el exalcalde Gallardón, cada uno con sus aliados en la oposición, la patronal y los sindicatos, por controlar la sucesión de Blesa. Si ‘América es una vasta conspiración para hacerte feliz’, como dijo el escritor John Updike, es posible que Blesa piense que España es hoy justo lo contrario, al menos para él, el primer banquero que pisa una prisión en veinte años. Nunca torres tan altas habían caído. La Justicia dilucidará si la privación de libertad que experimentó en la cárcel de Soto del Real, donde hay una torre bien diferente, fue solo por una noche o pueden venir muchas más. Caja Madrid ya no es lo que era. Hoy se llama Bankia y ocupa un inmueble de mayor altura, pero simboliza algo bien distinto. En esta España de las autonomías, los palacios aún son el espacio central del poder político en el imaginario colectivo. De todos los que conozco el que más me impresionó fue el Palau de la Generalitat. No tanto por su bella arquitectura como por la impresión de que su principal inquilino entonces, José Montilla, aunque ocupaba la zona más alta y ‘noble’, parecía prisionero de la carga histórica del edificio y sobre todo de sus socios de gobierno, ERC e ICV, que se repartieron las alas izquierda y derecha de la primera planta. Era un caso excepcional, como el propio tripartito. En el resto de palacios que son sedes de presidencias autonómicas no hay duda de quien manda. Y es que hay cosas que, en lo formal, cambiaron sustancialmente poco desde el siglo XVIII. Sobre todo en la periferia, donde es costumbre enquistada acudir a palacio para pedir ayuda, resolver conflictos o expresar protestas, quedando los parlamentos regionales en un segundo plano, meramente instrumental, institucional y con un peso político menor del que deberían tener las sedes de la soberanía popular. Una pena.

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