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La banalización del mal

En el año 1961, los editores de la revista ‘The New Yorker’ decidieron que la persona más indicada para cubrir en Jerusalén el juicio al dirigente nazi Adolf Eichmann era Hanna Arendt, una filósofa judía de origen alemán que emigró a Estados Unidos. Autora de ‘El origen de los totalitarismos’, Arendt ya era una respetada referencia intelectual, pero el fruto de su trabajo durante el seguimiento del juicio a uno de los líderes de las SS que impulsaron la terrible ‘solución final’ terminó por convertirla en unas de las grandes pensadoras del siglo XX. Sus reportajes cristalizaron en el libro ‘Eichmann en Jerusalén. Informe sobre la banalidad del mal’, que provocó una inmensa polémica, sobre todo por los ataques que recibió Arendt de diversos colectivos judíos de Estados Unidos e Israel. Frente a la tesis del fiscal, que retrató a Eichmann como un monstruo sanguinario que odiaba a los judíos, Hanna Arendt lo describió como un ambicioso burócrata «terriblemente y temiblemente normal», que fue, como otros muchos, producto de su tiempo y del régimen político que le tocó vivir.

La idea capital que nos legó esta filósofa es que el mal puede ser obra de personas corrientes que son incapaces de desarrollar un pensamiento crítico frente a la realidad de las cosas y que actúan contrariamente a la ética sin ningún tipo de remordimiento porque esas conductas están normalizadas en la sociedad donde viven. Las víctimas del terrorismo en el País Vasco saben muy bien lo que es la banalización del mal. Durante muchos años vivieron estigmatizadas en una sociedad que se acostumbró a la rutina de la violencia y donde una mayoría miraba hacia otro lado cuando ETA asesinaba. La corrupción también se expandió hasta casi ser sistémica en España por la ausencia de un verdadero reproche social. De la tolerancia condescendiente con nuestros dirigentes se pasó a la emulación generalizada en todos los estratos sociales y en sus diversas variantes, desde el blanqueo de capitales al fraude fiscal.

La polémica provocada por el concejal Guillermo Zapata, de Ahora Madrid, con sus ‘chistes’ de ‘humor negro’ sobre los judíos, las niñas del Alcásser, Marta del Castillo o las víctimas del terrorismo, tiene mucho que ver, a mi juicio, con esa banalización de valores y principios contrarios al bien. André Bretón, el creador del término ‘humor negro’, ya dijo que éste «tiene demasiadas fronteras: la tontería, la ironía escéptica, la broma sin gravedad…». Así que no entraré a valorar lo que son o dejan de ser esos comentarios. Tampoco tengo el conocimiento suficiente para saber si Zapata es un ser insensible al dolor ajeno, pero me inclino a pensar que es una persona corriente que condena el antisemitismo y las salvajadas que reproduce. Pero alegar como hace el edil de Ahora Madrid que sus comentarios están descontextualizados, y que formaban parte de un debate sobre los límites del humor, revela la insensatez y la irresponsabilidad de quien pretende lo imposible en Twitter, el mundo de los 140 caracteres donde todo está fragmentado y es impersonal.

No todo es negativo en esta red social, al contrario, pero no es un santuario para la reflexión. Menos aún desde su ocupación por el ciberactivismo político, donde la no visión del otro favorece el intercambio, impulsivo e irreflexivo, de agresivas descalificaciones entre dirigentes y militantes de todo el espectro ideológico. Lo que pocos se dirían cara a cara es ya moneda habitual en ese mundo cada vez más deshumanizado, donde la banalización de la injuria es ideológicamente transversal y se extiende como la pólvora como una nueva forma de totalitarismo digital. Todo ello propulsado por una falsa sensación de invisibilidad e impunidad que no es tal porque pocos espacios hay más vigilados que Twitter y, como dice Jaron Lenier, su ‘rebaño digital’. Sobre todo esto debería haber reflexionado el que aspiraba a concejal de Cultura antes de reproducir chistes de judíos exterminados y niñas asesinadas.

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