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El laberinto catalán

La única esperanza para evitar el desastre que apuntan los sondeos es la afluencia masiva a las urnas de los catalanes que apuestan por no romper lazos porque se sienten parte relevante de España

No puedo dejar de acordarme hoy, cuando millones de catalanes deciden en las urnas muchísimo más que la composición de su Parlamento, de algunas sensaciones que experimenté en 2008 en una visita al entonces presidente José Montilla. La primera impresión en el Palau de la Generalitat vino de la constatación de que el ‘tripartito’ era un gobierno de coalición donde hasta el reparto del espacio físico era triangular. Carod Rovira (ERC) y Joan Saura (ICV) flanqueaban las dependencias de las dos alas de la primera planta, mientras que Montilla ocupaba las estancias reservadas al presidente en una planta superior. Sus palabras revelaban la compleja gobernanza con sus socios. Afable, pero inexpresivo por su acentuada sobriedad gestual, como la de un animal que opta por el camuflaje y la inmovilidad al verse acechado, Montilla transmitía una imagen de dirigente maniatado y vigilado, como cautivo en palacio. Así le fue. No lo tenía nada fácil aquel president al que los nacionalistas, empezando por la inefable esposa de Jordi Pujol, le reprochaban, deleznablemente, sus orígenes charnegos.

Mucho más cautivos, inmovilizados y vigilados han estado durante décadas en Cataluña amplios sectores sociales de ideología dispar por la presión del nacionalismo más excluyente. La ‘cuestión catalana’ que ya se planteaba Ortega viene de muy lejos, pero fueron los primeros Gobiernos de CiU quienes la llevaron al disparadero. Sabedores de que, como decía Baroja, el carlismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando, la inmersión lingüística y la alambicada fabulación de la historia en las escuelas fue ejecutada con precisión y persistencia. Décadas de adoctrinamiento en las aulas han engendrado este magma social. De nada sirvieron las sentencias del Supremo que certificaban la vulneración de los derechos de los castellanoparlantes, ya fueran padres de alumnos o comerciantes del Barrio Gótico. Cualquier cosa era posible para conducir a los catalanes, como a Sancho Panza, aunque sin nobleza, hacia una Ínsula Barataria inexistente. Por ejemplo, renunciar a parte del legado cultural, marginando a lo mejor de las letras catalanas: Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Enrique Vila-Matas, Sergi Pàmies y Javier Cercas, entre otros «inadecuados espirituales», como tachó Pujol a Josep Pla por su rechazo del nacionalismo y por escribir en español. Igual tenía razón Antonio Maura -el problema catalán «solo es cuestión de cincuenta años de administración honrada»-, pero el 3% y la retahíla de casos de corrupción nos ha impedido comprobarlo.
La principal esperanza para evitar el desastre que apuntan los sondeos es la afluencia masiva a las urnas de los catalanes que apuestan por no romper lazos porque se sienten parte relevante de España. Más vale que sea así. En términos políticos, históricos, económicos y sociales, los efectos de un proceso unilateral de desconexión de una Comunidad que representa el 18% del PIB nacional son imaginables. No cabe la independencia desde el punto de vista de la legalidad. Y aun así, la jornada de hoy es inquietante por la ausencia de un plan real en los centros de poder de Madrid y Barcelona para el día después, cualquiera que sea el resultado. Hace tiempo que a Artur Mas se le fue de las manos el proceso separatista. Encendió la mecha cuando estalló la crisis y las protestas brotaron ante los hospitales por su mala gestión. Hoy lo propulsan esas organizaciones sociales que llenarán la noche de esteladas si la aritmética parlamentaria les sonríe. Hasta el Gobierno de Rajoy se zambulló en el hervidero emocional de quienes plantearon estas elecciones como un plebiscito. A la desesperada intentó movilizar el voto indeciso con ayuda de la UE y de los principales líderes mundiales, que advirtieron de las funestas consecuencias de una teórica independencia. Si al final el miedo al abismo no impide un recuento adverso, Rajoy debe salir esta noche para dejar claro que, mientras no se cambie la Constitución, cualquier decisión sobre la unidad del país recae en el conjunto de los españoles. Somos el país de las patrias chicas, decía el historiador Gerald Brenan. Ojalá que ese sentimiento no se imponga hoy en Cataluña.

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