Si se dan por buenos los sondeos y se observan con perspectiva geométrica, PP, PSOE, C’s y Podemos son como cuatro raíles que avanzan en paralelo hacia un punto de fuga en el horizonte que solo será visible en la noche del 20D
Vemos a los candidatos desplazarse en el interior de automóviles de camino a un debate electoral en televisión mientras los militantes de los partidos bombardean las redes sociales y las encuestas ‘online’ para influir en quién será declarado ganador. No hay aparente simulación. Es en vivo y en directo, y nos invitan a participar. Los mensajes y gestos de los aspirantes están previamente calculados. Y los comentarios en Twitter y Facebook, pensados o programados de antemano. Pero parece que cualquier cosa puede suceder y millones de personas no quieren perderse la liturgia de un drama donde habrá vencedores y derrotados. La omnipresencia de los candidatos en todo tipo de programas ha convertido la política en un espectáculo televisivo y la campaña en un espacio tan hiperreal como los casinos de Las Vegas, esos mundos de fantasía basados en copias exactas de barcos de piratas o pirámides donde la ensoñación acaba cuando toca pagar la factura del hotel y uno comprueba lo que se dilapidó en la ruleta. Es la hiperrealidad de la que habla el sociólogo Jean Braudillard, una sustitución de la realidad por una interpretación de la misma, pero llevada al terreno de la política para, a ritmo de debate televisivo, sondeo y ‘agitprop’ en las redes sociales, seducir a los indecisos y aprehender su voto.
Los economistas no supieron anticipar una crisis mundial que irrumpió de sopetón en 2007. Sin embargo, este nuevo escenario político venían vaticinándolo muchos politólogos, sociólogos y filósofos. Ha sido producto de un proceso paulatino durante muchos años, por el declive de las ideologías y la brecha abierta entre la ciudadanía y una clase política distante y refugiada en las instituciones, aunque la crisis y la corrupción aceleraron todo. Russell Dalton y Martin Wattenberg alertaron hace años de la crisis de militancia en los partidos, Bernard Manin avisó de la sustitución de la democracia de los partidos por la democracia de las audiencias, Pierre Rosanvallon reflexionó sobre el crecimiento de los populismos y la impolítica, y Peter Mair advirtió del auge del votante volátil y del proceso de vaciado de las democracias occidentales.
En este escenario inédito fraguado en nuestro país, las cuatro principales formaciones en liza encaran la recta final de campaña con un desenlace abierto. Si se toman por buenas las encuestas y se observan con perspectiva geométrica, PP, PSOE, Ciudadanos y Podemos son como cuatro raíles que avanzan en paralelo hacia un punto de fuga en el horizonte que solo será visible en la noche del próximo domingo. Anticipar un análisis de los posibles resultados está fuera de lugar y solo cabe examinar lo acontecido hasta el ecuador de la campaña. Si se retira toda la espuma mediática del vaso se aprecian propuestas concretas en materia económica y de regeneración democrática, pero mucha indefinición sobre las cuestiones que tienen aristas territoriales, ya sea el futuro de Cataluña o la financiación autonómica, o sobre aquellas que directamente afectan a la molla constitucional, como el modelo de Estado. Como cabía esperar, todos los partidos se mueven en la ambigüedad cuando, de pasada, se aborda el problema del agua, un tema que quedó fuera de los principales debates de los líderes nacionales, al igual que el sostenimiento de la sanidad pública, la apuesta por la investigación científica o la política cultural. Quedan siete días y todo indica que la crispación y el ruido se van a sobreponer aún más a las propuestas y a las ideas. El voto indeciso, sobre todo el que gravita en el centro ideológico, todavía está por definir y a partir de ahora será más fácil que se decante por resortes emocionales y por percepciones sobre los principales aspirantes. Es poco tiempo el que resta como para cuajar liderazgos creíbles, de modo que la suerte está echada para la mayoría de candidatos. Es verdad que seis días de campaña son un mundo porque cualquier error garrafal del contrario puede desencadenar un vuelco, pero la exposición mediática no da para más y las oportunidades se agotan. Lo mejor es que solo quedan siete días para depositar el voto y salir de esta bruma.