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El nuevo adanismo

Pablo Iglesias, el líder de Podemos, era unos meses mayor que el bebé de Bescansa cuando entré a estudiar en la Complutense. Era el año 1979 y la democracia estaba todavía en plena construcción. Se habían legalizado los partidos políticos, incluido el PCE, y los españoles habían aprobado mayoritariamente con su voto la Constitución de 1978. Los cimientos habían sido colocados, pero la estructura del edificio democrático era aún muy frágil. Una inflación desbocada, el terrorismo de ETA golpeando todas las semanas y una parte de la sociedad que todavía se resistía al avance del nuevo régimen de libertades representaban una constante amenaza para el camino emprendido tras la muerte de Franco, como se vio dos años después con el fallido ‘tejerazo’. La Universidad pública era entonces un hervidero de agitación política caldeado por abundantes docentes en condiciones precarias, los profesores no numerarios (‘penenes’) que carecían de contratos laborales y seguridad social, y unos estudiantes masificados en sus aulas, que protestaban en la calle contra la Ley de Autonomía Universitaria o en favor de nuevos derechos para los trabajadores. Ese invierno murieron dos estudiantes en una manifestación en Madrid y frecuentemente el campus era asaltado, con palos y pistolas, por grupos de ultraderechistas.

Cuando Pablo Iglesias y otros miembros de la cúpula de Podemos proponen ahora abrir «el candado del 78» y describen la Transición como un pacto de las viejas «élites políticas» no solo revisan la historia de forma sectaria e interesada, sino tremendamente injusta. Primero, porque el comportamiento de todas las fuerzas democráticas con representación parlamentaria, con sus aciertos y errores, fue ejemplar para llevar a buen término el paso a la democracia. Y en segundo lugar porque no se concede el más mínimo protagonismo en ese proceso histórico a miles de jóvenes y trabajadores que contribuyeron a afianzar en las calles las aspiraciones de libertad y derechos sociales que los sectores afines al franquismo querían impedir a cualquier precio. Excluir al pueblo español de las conquistas democráticas logradas en la Transición refleja una ignorancia supina sobre un convulso y difícil tramo de nuestro pasado, en el que muchos ciudadanos anónimos, para forzar la consolidación de los cambios, se dejaron la piel. Algunos, lamentablemente, en el sentido más literal. Lanzar esos mensajes a las jóvenes generaciones actuales es contribuir a un engaño masivo. Equivaldría a explicar, pasados los años, que el éxito electoral de Podemos se debe a la capacidad de liderazgo de Iglesias y Errejón, obviando el papel que muchos y variopintos colectivos sociales jugaron en estos años de crisis con sus movilizaciones.

Muchos españoles comparten hoy la idea de que nuestro sistema político sufre síntomas de agotamiento y precisa de una profunda regeneración, que implica reformas puntuales de la Constitución. Pero presentar la Carta Magna del 78 como el gran obstáculo para nuestro país, cuando representó el pilar de nuestro más longevo periodo de convivencia democrática, es algo más que un error histórico, es una auténtica estafa social. La corrupción, a la que el PP ha sido incapaz de hacer frente en su seno, ha hecho en los últimos cuatro años el caldo gordo a quienes hicieron fortuna desde los platós con el eslogan de la ‘casta’ dirigido a los dos grandes partidos, los mismos que vieron durante los años más duros del terrorismo cómo asesinaban a sus concejales en el País Vasco por defender las libertades protegidas por la Constitución. Uno de los grandes dramas de nuestra democracia ha sido precisamente constatar cómo, en algunos partidos democráticos que representan a millones de españoles, unos se dedicaban en algunas latitudes a forrarse o a cometer todo tipo de corruptelas para mantenerse en el poder mientras otros compañeros de formación política vivían bajo la amenaza de las pistolas de los terroristas. Pero confundir interesadamente una parte con el todo es manchar la memoria de políticos sin tacha, desde Gregorio Ordóñez y Miguel Ángel Blanco a Fernando Múgica y Ernest Lluch. La ausencia de voluntad política de los dirigentes que debían haber cortado las corruptelas ha dejado el terreno abonado para adanistas y demagogos que han sabido aprovechar la indignación ciudadana para autocalificarse como la formación que representa a «la gente», como si los votantes del resto de partidos tuvieran una condición diferente. En el colmo de la osadía, Pablo Iglesias incluso utiliza el término ‘Búnker’ para referirse al PP y el PSOE, lo que produce náuseas porque, con todos sus defectos, son partidos democráticos que nada tienen que ver con ese reducto sociológico del franquismo que promovía golpes de Estado y acosaba en las calles a líderes de la izquierda que pagaron con la cárcel su oposición al franquismo. Iglesias ha tenido la fortuna de disfrutar de un trampolín mediático que otros líderes a la izquierda del PSOE jamás dispusieron en los años 70. Entonces los jóvenes de ese espectro ideológico tenían sus propios iconos, como una joven sevillana llamada Pina López Gay, a quien se conoció como la ‘rosa roja’ de la Transición. A ella, uno de los líderes del Partido del Trabajo, le abrieron dos consejos de guerra y sufrió varias agresiones de grupos de ultraderecha. Su mayor gesto de frivolidad, si así puede llamarse, fue enseñar en una asamblea de militantes las marcas de los latigazos que quedaron en su espalda en uno de esos ataques. Qué diferencia entre aquellos y los líderes de la nueva izquierda radical, con una ideología que muta con fluidez según la coyuntura y sin un pasado de lucha por las libertades, ocupados como estaban en el asesoramiento de regímenes populistas que encarcelan a disidentes políticos.

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