El victimismo es como una navaja suiza. Igual sirve para eludir responsabilidades que para concitar adhesiones cuando las cosas pintan feas. Basta con propiciar un estado colectivo de agravio permanente y buscar a quien interprete el papel de villano para trasladar las miradas inquisidoras hacia otra parte. Desde tiempos inmemoriales, esta herramienta afilada ha formado parte de los manuales de supervivencia de muchos dirigentes políticos. En caso de necesidad han recurrido a esa navaja para atacar dialécticamente al contrario y salvar el propio cuello. Cuando la manipulación torticera del victimismo se llevó hasta sus límites desató atrocidades inimaginables. El nacionalsocialismo alemán lo utilizó para justificar el genocidio de todo un pueblo, de igual forma que el nacionalismo radical vasco lo empleó para proporcionar una falsa coartada moral a la violencia. Es un arma universal, intemporal y potencialmente muy peligrosa. Actúa sobre unos pocos resortes emocionales con asombrosa eficacia porque el victimismo está instalado en la cultura de las sociedades contemporáneas. Todos conocemos en nuestro entorno a personas que asumen el rol de víctimas para despejar balones fuera, ya sea en el ámbito de la familia o del trabajo. Es casi un rasgo darwiniano que se activa como mecanismo de defensa cuando nos vemos en peligro. En cierta manera, la madurez consiste en la capacidad para desactivarlo y encarar los contratiempos con autocrítica y responsabilidad. Durante los últimos tiempos estamos asistiendo con demasiada frecuencia a estas actitudes en el ámbito de lo público. Que lo haga José Mourinho para justificar la marcha del Real Madrid a rebufo del Barca es criticable, pero no deja de ser una anécdota que se diluye en la salsa del fútbol. Más preocupante resulta si quien flirtea con esas actitudes es el Gobierno regional ante la imposibilidad de emitir deuda o el PSOE de la Región de Murcia por el poco entusiasmo que suscita su lista electoral para la Asamblea. La denuncia de supuestos agravios territoriales y la defensa de las decisiones orgánicas de los partidos son dos cuestiones inequívocamente legítimas, pero comparten una indeseable autocrítica interna y la atribución de todos los males a “enemigos” externos. La escena regional no está exenta de políticos con buena capacidad de análisis y gestión, pero en su conjunto está demasiado instalada en la tendencia a echar la culpa al vecino, al de enfrente, o a un tercero que pasaba por ahí, para esconder carencias o disimular errores. Los análisis tienden a simplificarse, se encaja mal la disidencia y los mensajes que a veces se trasladan a la sociedad se tornan por el camino en un insulto a la inteligencia de los ciudadanos que intentan mantener la cabeza fría.