Parece que fue ayer, pero en junio se cumplirán veinte años de la publicación del Informe Abril. Había sido encomendado por el entonces presidente Felipe González a un grupo de expertos dirigido por el exvicepresidente Fernando Abril Martorell. Sin embargo, las recomendaciones del que fuera hombre fuerte de Adolfo Suárez nunca llegaron a aplicarse porque entre esas propuestas figuraba el copago sanitario. Ahora ese fantasma resucita después de unas declaraciones de Ramón Luis Valcárcel en Madrid a propósito de las dificultades financieras de la sanidad pública. El presidente murciano abogó por un pacto nacional y deslizó la idea de que los ciudadanos deberían pagar una parte de ese servicio público. Aunque no pronunció la palabra maldita, lo que dijo sonaba a copago y, como así se interpretó mayoritariamente, se montó el correspondiente lío político en plena recta preelectoral. Meses antes ocurrió con unas declaraciones del secretario de Estado, Carlos Ocaña, matizadas de inmediato por Zapatero. En dos décadas, los antecedentes son numerosos tanto en las filas populares como en las socialistas. En 2002, un exministro de Sanidad, Julián García Vargas, dejó escrito que está demostrada internacionalmente la eficacia de los copagos, «aunque se ponga en cuestión en nuestro país». Como siempre ante una cita electoral, el PSOE y el PP insisten ahora en su rechazo al copago. Incluso el recién elegido consejero de Sanidad catalán, el nacionalista Boi Ruiz, que se declaró el viernes un «firme defensor» de esta medida, también lo descarta en esta legislatura. Hacen bien todos los políticos en evitar poner en riesgo la gratuidad, universalidad y equidad de la sanidad pública, que ya pagamos con los impuestos (aunque no en su coste real) y que es una de las principales conquistas sociales del país. Pero el gasto crece desbocadamente por el aumento de la inmigración, el envejecimiento de la población y el coste de las nuevas tecnologías, lo que amenaza a la propia sostenibilidad de la sanidad pública. Todos los partidos son conscientes de que, además de eficacia y austeridad en la gestión, es preciso moderar de alguna forma la demanda sanitaria porque las arcas públicas no dan más de sí. El problema es que ninguno parece saber cómo hacerlo sin que el ciudadano pague más, como ya sucede con los medicamentos y la atención a dependendientes, o se disparen las listas de espera. En un año donde habrá más recortes del gasto público, se necesitará valentía, liderazgo y talento para encontrar fórmulas, consensuadas, que protejan el sistema nacional de salud sin subidas de impuestos ni medidas que minen sus principios. Eso es lo que esperan los ciudadanos de unos políticos, empeñados obstinadamente en convertir todo en un arma arrojadiza.