Me encanta cantar. Lo adoro. En el coche aprovecho para trabajar con célebres grupos en las segundas voces de sus canciones. Ellos no lo saben, pero conmigo descubrirían una nueva manera de interpretarlas. A veces me imagino en un escenario tocando el banjo -aunque no sé hacerlo- con Mumford and Sons, entonando keep the earth below my feet. Nota: no es que sea mi grupo favorito, es que me compré Babel en Fnac de oferta y lo dejé puesto para siempre. Y aquel año pasaba un par de horas diarias al volante.
El único problema es que canto de pena. En serio. Una muestra de amor sincero es que alguien me soporte mientras canto. Que no coja una navaja suiza y me la clave en las cuerdas vocales.
Muchas veces me he planteado las razones por las que no debería cantar en público. O sea, no es que vaya por la calle como en un musical –ojalá. ¿Recuerdas la escena de 500 days of Summer, justo después de que Tom y Summer se acuesten por primera vez? Así debería ser el día a día-, pero siempre que puedo tarareo algo. Es una especie de rebeldía que tengo.
Supongo que si sigo cantando delante de los demás, aunque a todos les sangren los oídos y no escatimen en contundencia a la hora de hacérmelo saber, es porque yo tengo que tragar un montón de mierda de todos sitios, y a nadie le da reparo soltármela. Cuando abro un libro y me como un puñado de laísmos, por ejemplo. Cuando escucho que la biografía de Belén Esteban vende más que Vargas Llosa. O cuando me encuentro con fotografías insulsas en Instagram, del tipo esta es la cara de mi gato –por quincuagésima vez- o estos son mis muslos en la playa, con cinco mil likes cada una.
Entonces pienso que no hay lugar para la inseguridad en este mundo. ¿Por qué iba a preocuparme yo por no llegar a los agudos en el coche, si hay gente que no sabe hacer tal o cual cosa y aun así lo hace, sin ningún respeto particular por la disciplina, y encima cosecha un éxito inaudito?
Que sí, que podemos llorar por la mediocridad latente. Podemos ser plañideras en el velatorio del buen gusto purista.
Pero para qué. ¿No?
A mí eso me da libertad. Si tuviera que hacerlo todo a la perfección, no haría absolutamente nada. Ni siquiera me atrevería a escribir estas palabras, las abortaría antes de que nacieran. Que lo mismo no tienen ninguna relevancia en absoluto y yo soy parte de esa masa mediocre, pero y qué. ¿No? Si me lo paso bien, qué más da. Digo.
La vida es demasiado breve para andarse con remilgos. Para dejar de hacer cosas, de experimentar, de jugar, de atreverse. La inseguridad es esa voz en tu cabeza de origen heterónomo, un patchwork de normas sociales y consejos mal dados, de autoconciencia acorde a los patrones externos; y sinceramente: no sirve para nada. No es como la excitación y el nerviosismo previos a una gran empresa, no. Es solo una sombra oscura que te susurra todo lo que no eres capaz de hacer, o lo que no debes hacer.
¿Por qué le hacemos caso, entonces? Parece que es por la búsqueda de aprobación. Ser aceptados, queridos, integrados en sociedad.
Pero si intentas concretar ese planteamiento… ¿cuántas personas te importan realmente? No son tantas, ¿no? Y ellas, ¿no se supone que te tienen que querer tal y como eres, con tus gallos y todo? ¿En serio querrías transformar tu comportamiento, perderte toda la diversión que el mundo tiene que ofrecerte, por conseguir el tick de aprobado de un grupo homogéneo sin rostro?
Yo no.
Soy muy consciente de que canto fatal y escribo medio bien. En lo segundo pretendo mejorar cada día, en lo primero, solo divertirme. A pesar de mostrar distintas capacidades para cada una, y que tengan un peso distinto dentro de mí, las dos me gustan y no voy a renunciar a ninguna de ellas.
Quizá no baraje la posibilidad de ganarme la vida como Beyoncé, porque sería una loca si lo pretendiera, pero seré Mumford, en el coche o en público, todas las veces que me dé la gana.