Qué quieres que te diga. Estoy con el aplatane típico de fin de julio. No tengo muchas reflexiones de calidad que ofrecer al mundo, ni reflexiones mediocres, ni siquiera reflexiones de mierda.
Si te soy sincera, había preparado un artículo sobre el suicidio de Blesa y el de Chester Bennington, el cantante de Linkin’ Park. Más que sobre su muerte, quería hablar de que el aporte individual a la colectividad debería hacer que el amor fluyera y todo eso. Me refería a lo importante que es no machacar a nadie, sea corrupto o sea Judas, y no ser violento –por lo visto a Chester le violaron desde los 7 a los 12 años-, y saludar al tendero al ir a comprar, e interesarse por la vida de las vecinas, en general. Rebasar la frontera del civismo y practicar una religión común de buenos propósitos, en definitiva, para hacer que la vida sea más agradable para todos y nadie tenga ganas de suicidarse.
Pero esta mañana, al ir a subir el artículo, me ha dado pereza. He pensado que precisamente, lo mejor que hay para combatir el suicidio es la vida. En el documental Every Brilliant Thing (HBO), el hijo de una depresiva crónica y potencial suicida, se dedica a hacer una lista larguísima con todos los motivos por los que merece la pena vivir. Así que, si me lo permites, voy a hablarte de vida y no de muerte. De vida en verano. De la playa.
El sábado bajé a la playa con un grupo de amigos, y era verano, y estábamos vivos. Solo esos cuatro factores ya se combinaban para hacer que las cosas marcharan bien. Nos bañamos y conversamos. Hacía mucho que no jugaba a las palas, pero decidí hacerlo a pesar del miedo a resultar patética –cuando jugaba a los dardos, los lanzaba como la jabalina y fui el centro de mofas intermitentes durante bastante tiempo…-.
Comprobé que solo soy medio patética -tirando a Serena Williams-. Me impliqué tanto en el juego que, en un revés peligroso, me lancé a por la pelota y tropecé con mi propio dedo del pie. Es decir: se me enganchó el pulgar en la arena y me di una Señora Leche contra el agua. Antes de caer estrepitosamente y quedar flotando en un torbellino turbio de algas, y sumar al grito de dolor el grito de asco, escuché un sonoro «crack». Como el del 29, un súper crack. Mis amigos le restaron importancia a la hinchazón y al color cieno que iba cubriéndome el pie izquierdo. Eso quiere decir que pasaron olímpicamente de mi desgracia. Son geniales. Se preocupan mucho por mí. Les quiero.
Cojeando, di un paseo por la orilla con una de mis mejores amigas. Nos encanta pasear y pasear compulsivamente mientras hablamos de cualquier cosa: nos arreglamos la vida o consideramos qué colores conjuntan bien para ese invierno. Somos expertas paseantes.
Las dos nos percatamos de que este verano 2017 hay una novedad brutal en las orillas del Mediterráneo. Puede bautizársele como «el fenómeno JLo». Se trata del especimen de humano de sexo femenino, de entre ocho y catorce años aproximadamente, que se retuerce en las faldas bajas del mar, como un bebé ballena varado, en posturas imposibles; mientras alguna amiga o madre le fotografía repetidas veces. Como en este videoclip, para que te hagas una idea.
Este fenómeno admite variantes. La más común es la foto de espaldas de la chica, que mira al horizonte. Mi amiga y yo vimos cómo algunas de las niñas se colocaban de la misma manera en varias ocasiones, y cuando obtenían la foto deseada, corrían a vestirse. A veces, incluso abandonaban la playa, con mirada circunspecta y el móvil pegado a las narices, haciendo sombra con la mano para ver los colores.
Me recordó mucho a cuando yo misma era pequeña, pero comenzaba ya a ser joven. Es una edad jodida. Abandonábamos poco a poco la Plaza de Santo Domingo y las pipas con sal para pasar a las cafeterías, los pitillos y las Coca Colas. Solía aburrirme mortalmente, pero cada vez que alguien sacaba la cámara y decía «foto Tuenti», todas sonreíamos. Y luego volvíamos a la seriedad, a mirar alrededor sin nada que decir. Mi Tuenti era un muestrario de alegría y gozo sin fin. Mis tardes, en cambio, eran bastante aburridas.
Pensé que el «fenómeno JLo», al fin y al cabo, no es nuevo. Es solo una ramificación de la diversión de aparentar, mezclada con la sana vena artística de conseguir una instantánea bonita, y el narcisismo que no solo caracteriza a los millennials. A este último respecto, me baso en la conversación que escuché, en ese mismo paseo, entre dos señores de aproximadamente sesenta años: una diatriba unilateral, enredada con la otra, como flechas dispares que se lanzan y de una boca y de otra y que caen a varios metros de su objetivo. Tal que así:
-Pues nada, ahí está mi hija, que ya ha cogido vacaciones…
-Yo me he tenido que operar de la rodilla…
– … ha venido toda la familia…
-… la verdad es que estoy fastidiado, pero qué vamos a hacerle…
Si el hijo de la depresiva crónica de Every Brilliant Thing elegía los «espagueti con bolas de carne» o «hacer las paces después de una pelea» como razones para vivir, yo hoy elijo estas: «partirte el dedo gordo del pie porque te has creído Serena Williams jugando a las palas en la playa», «pasear de manera ortopédica por la orilla solo por el placer de hacerlo, aunque te cueste», «apreciar que entre tu generación, la venidera y la anterior no hay tantas diferencias –o ninguna, en profundidad-, y que somos más parecidos de lo que creemos, lo que produce una ternura difícil de describir», y, por último, «darte cuenta de que hasta de recuerdos más bien grises sacas la parte positiva, nostálgica, con que el paso de los años tiñe las vivencias». Mañana habrá otras. Y tengo muchas ganas de descubrirlas.
No quiero hablar de muerte hoy, me vas a perdonar. Quiero hablar de vida, y la vida es esto y otras minucias del estilo. O grandezas, según se mire. Y hay que esforzarse por verlas, todos los días, en cada rincón donde se despliega el día.