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Andrea Tovar

Querido millennial

Estoy triste. (Buf, ya lo he dicho)

Vía Tumblr (fuente: karlafqblog)

Vía Tumblr (fuente: karlafqblog)

Estoy… triste.

Buf. Ya lo he dicho.

Qué difícil llegar a este punto. Cuando uno se rinde a la tristeza tiene una sensación previa parecida a la de detonar una bomba de destrucción masiva. Durante unos segundos, teme que el mundo se venga abajo. En cambio, sucede que no sucede eso. Los pajaritos siguen cantando, si es que en ese momento había pajaritos y cantaban, y el sol sigue en el cielo y se va a la hora que le toca, y entonces sale la luna y el ciclo se regenera. Esta es la verdad de la tristeza: el universo no peligra porque un individuo decida abrazarla. Ni siquiera el universo del individuo.

Incluso, si se me permite la observación, nace de ahí un sentimiento insospechado, que fluía en corrientes subterráneas esperando con paciencia su turno para salir a la superficie: un alivio extraño.

¿Y este alivio? No me aliviaba la causa, el origen de mi tristeza. ¿Por qué alivio, entonces? No hallaba el motivo. Y entonces empecé a notar cosas.

Por ejemplo, que si rompía a llorar como un géiser delante de los demás, ellos solían tener dos reacciones típicas: sentirse aliviados también, legitimados para vivir su propia tristeza; o bien un profundo desagrado, una incomodidad que jamás se atreverían a confesar. Nadie te dice «para de llorar, coño, ya está bien», pero casi. Sin el «coño», sí. Arriba ese ánimo. Vamos, sonríe, que estás más guapa.

¿Quién dice que no se puede encontrar cierta felicidad en la tristeza?

Llámame rara, pero he rehuido de la tristeza profunda durante toda mi vida. Cuando estaba triste, triste de verdad, me encerraba en la habitación hasta que se me pasaba. Tenía la sensación de que no estaba preparada, en ese estado, para lo que la sociedad exigía de mí diariamente. «Qué estupidez», dice la gente cuando explico esto, «tú puedes estar como quieras».

¿De verdad?

Rompiendo mi regla -porque en esta nueva y desconocida tristeza que he acogido en mi seno no encuentro sentido en miles de protocolos de actuación que solía reputar adecuados-, salí hace poco a bañar mi tristeza en té verde. Era la hora de la siesta o de los primeros gin-tónics. El estruendo de la plaza era ensordecedor, no es que hubiera tanta gente, pero al lado había un grupo que se reía tan alto, en serio, tan alto, que a punto estuve de comprar tapones de urgencia en la farmacia. Se hacía muy complicado escuchar lo que mi acompañante estaba diciendo:

—Mira… el secreto de la felicidad es…

Le indiqué que aguardara un segundo. Giré la cabeza, indignada por ese volumen antinatural de voces y risas, y miré en silencio al grupo de cacatúas, enyesadas en maquillaje y vestidas como si fueran invitadas de la boda de, no sé, Yola Berrocal. Por curiosidad, escuché su conversación para entender si era tan graciosa. No lo era. Es que aprovechaban lo más mínimo para desgañitarse en graznidos.

Vía Tumblr (fuente: phasesphrasesphotos)

Vía Tumblr (fuente: phasesphrasesphotos)

El problema de estar triste es que te alejas de la sociedad, pero no porque quieras encerrarte en la habitación, no es algo así de tangible, ahora lo entiendo, la distancia es otra.

Es que cuando te rindes a la tristeza, dejas de luchar. Antes de apretar el botón, has luchado con todas tus fuerzas para no hacerlo. Sin embargo, una vez que lo haces, no puedes evitarlo: dejas de fingir. De ahí el alivio, claro. Se detiene la esquizofrenia y puedes mirar los pajaritos que cantan y cagarte en ellos si te apetece, o llevar gafas de sol todo el día, incluso en interiores, a lo Yola Berrocal de after. También es posible que, dentro de esos sinsabores, agradezcas el pío-pío y el calorcito del sol. A veces pasa, si uno es paciente con la tristeza y no lucha contra ella a cualquier precio. Al precio de siete gin-tónics, cuatro rayas de coca, cinco pastillas antidepresivas, nueve horas de fiesta, dos horas de gimnasio, una puta de carretera; etcétera etcétera.

Y cuando dejas de luchar, aparece la distancia. Cuando dejas de luchar, dejas de fingir, y entonces resulta muy evidente quién sigue ahí luchando, fingiendo.

Esa distancia te pone triste. Pero también te alivia. Es extraño. Sin embargo, en ese momento solo me enfadaba. Pensaba, venga, subidle el volumen a las risas, cacatúas, espero que estéis borrachas y eso os medio excuse para esta falta de educación tremenda, ¿por qué tengo que comprar tapones yo, por qué no os calláis un poco? ¿Por qué no puedo estar aquí, tranquila y triste, y escuchar a mi acompañante, que está a punto de revelarme la receta de la felicidad en primicia?

— El secreto de la felicidad es… aceptarse a uno mismo.

Le tuve que leer los labios, pero estoy bastante segura de que eso fue lo que dijo.

Uno, cuando ve la felicidad genuina, la reconoce enseguida, eso creo yo, y lo de ahí al lado no lo era. Me planteé lo siguiente: Si ocupara una de las sillas de la mesa de al lado y, sin previo aviso, rompiera a llorar, ¿qué harían? ¿Llorarían conmigo, aprovechando la cogorza, o gritarían aún más fuerte para no oír los callados sollozos?

Qué cansancio, sí, para llegar hasta aquí. Cuántas cosas mal hechas y mal dichas y cuánto frenesí innecesario. ¿Era imprescindible acabar tan exhausto para, por fin, sentarse y descansar en la tristeza?

El cansancio viene de fingir. Y el alivio, de dejar de fingir. La tristeza te da permiso para rendirte. Para ser. Para dejar de aspirar a ser. De aspirar a estar. La tristeza detiene la esquizofrenia. La tristeza es maravillosa, en su medida y a su tiempo, igual que la ira o los nervios. No entiendo por qué me he pasado la vida huyendo de ella. Si no fuera útil, no estaría en el catálogo de emociones humanas. ¿Habéis oído eso, cacatúas? No, no lo habéis oído porque no os lo he dicho. Tendréis que descubrirlo por vosotras mismas.

— No sé si ese es el secreto de la felicidad— respondo—. Pero de la paz, seguro.

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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