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Andrea Tovar

Querido millennial

Lo que nos une

Instantánea tomada en el Café Hugo, en Place des Vosges

Instantánea tomada en el Café Hugo, en Place des Vosges

Estaba yo el pasado viernes almorzando un sándwich mixto y una ensalada de mariscos en el Café Hugo, en Place des Vosges. No podía dejar de escrutar cada uno de los rostros cercanos, las maneras de moverse de los parisinos, sus ropas, sus cigarrillos, la conversación susurrante y melódica. A mi lado, un rockero rubio de pelo largo y camisa de flores, cubierto de anillos de plata hasta las cejas; enfrente, un par de viejecitas estilosísimas. Estaba rodeada de un glamour casual y apabullante que me hacía sentir incluso andrajosa. ¿Qué tienen los franceses que sea tan distinto? La lengua, la cultura, la bandera, sí. ¿Pero por qué desprenden ese savoir faire excluyente y envidiable? ¿Qué tienen ellos que no tengamos nosotros?

A esto daba yo vueltas cuando ocurrieron dos cosas. La primera de ellas es que el rockero pidió una botella de agua mineral, en lugar de una copa de algo -como podría esperarse de un alma salvaje como la suya- y la misma comida que yo. El rockero y yo, diferentes hasta la médula, menos por el color del pelo, estábamos engullendo idéntico alimento, en  mesas contiguas, aquel último viernes del mes de septiembre del año 2017. Me pareció increíble, no sé por qué. Él seguiría con su rumbo después de aquello, cada uno pagaría la cuenta y retomaría su camino, a saber cuál era el suyo. Y ambos lo haríamos con un sándwich mixto y una ensalada de mariscos en el estómago, regado por abundante agua mineral. Fantástico.

La segunda cosa transcurrió apenas en un segundo. Al volver la cabeza para contemplar a las señoras estilosas, descubrí a una de ellas hurgándose la nariz. No pude evitar sonreír.

Ahí está: lo que nos une. Comemos, tenemos mocos, cagamos. Gritamos, lloramos. Amamos. Razonamos. Dialogamos. Este sinfín de –amos que nos convierte en los amos, los amos del mundo, si sabemos conjugar y elegir bien los verbos.

En el avión de vuelta, al ir al aseo, volví a la realidad de nuestro país gracias a las conversaciones de un grupo de azafatos, filtradas a través de la puerta. Reproducían, para mi sorpresa, el contenido de algunos vídeos que esperaban en mis chats de Whatsapp también a ser visualizados -cosa que haría al aterrizar, porque de otro modo lo mismo enciendo el móvil, nos estrellamos y hoy no lo cuento-. Una conversación telefónica que había sido grabada. Peleas verbales y físicas entre distintos cuerpos de seguridad. Noticias sobre manifestaciones con dos tipos de banderas. Los mismos colores, enfrentados aquí y allá, cargados de matices nuevos y ambiguos. ¿Alguien tiene claro qué está pasando exactamente?

Me acordé, mientras sobrevolaba las nubes, de las conferencias del Máster de Gobernanza y Derechos Humanos que hice en la Autónoma de Madrid hace unos tres años. Una vez recibimos la visita de Francesc Homs, de Convergéncia, que nos explicó brevemente los motivos por los que Cataluña había redactado el Estatuto de Autonomía. Tomé notas, atenta, a ver si por fin entendía el asunto. Me pareció que el núcleo de la cuestión radicaba en conflictos de competencias entre el Estado y la Generalitat. Es decir: problemas de leyes y de papeleo, al fin y al cabo, que habían acabado por potenciar un sentimiento colectivo que aunaba a un grupo y lo diferenciaba con respecto a la totalidad.

Y a mí lo que me apena es que la figura del Estado-nación es una construcción artificial que sirve para estructurar y organizar el mundo desde el Tratado de Westfalia, allá por el siglo XVII, y por tanto, no es eterna ni inmortal ni nos ha venido dada de la mano de ningún dios. La sociedad, entonces, decidió clasificarse en torno a unos parámetros comunes básicos: un territorio, un gobierno, una población más o menos homogénea, con lengua, religión, cultura, historia y tradiciones comunes. O sea: los nacionalismos sustentan un modelo político y de gestión en particular, lo legitiman y permiten que se sostenga a través del tiempo haciendo uso de lo más feroz que tenemos las personas: los sentimientos. En este caso, de pertenencia.

Sin embargo, las características de las poblaciones, antes bastante inamovibles, son cada vez más difusas. Es lo que trae la globalización: la mezcla y el intercambio. Entre otras cosas estupendas, como que hayan eliminado el roaming en Europa. Esa es la razón por la que, con las aguas agitadas, surgen movimientos de reafirmación de identidad cultural y social como los fundamentalismos religiosos y los nacionalismos. Es peligroso.

Instantánea tomada en Place de la Concorde, París

Instantánea tomada en Place de la Vendôme, París

El filósofo Fernando Savater también vino a dar su opinión al respecto al Máster, y aunque no conservo las notas, recuerdo el concepto general de su exposición. Dijo que, en la actualidad, el modelo político debería ser lo más aséptico posible, porque nos acercamos a un individualismo que concuerda con la idea de ciudadano global. Las personas somos distintas entre nosotros, y así son también los grupos de personas, a distintas escalas. Uno podría dividir tanto como quisiera una sociedad, por ejemplo, en rubios y morenos, por qué no –algo así ocurría en los apartheid– hasta llegar al propio individuo, y seguir diseccionando: en cabeza y cuerpo, o por clases de órganos.

Lo que me encuentro al llegar a mi ciudad es algo inaudito, más allá de los gloriosos días de la selección de fútbol: hay banderas colgando de los balcones. Y compruebo, un poco angustiada, que ha habido una reacción a la acción, y que las personas se han empezado a diluir en colores y han salido a la calle a gritar cosas, y que algunos incluso se están enemistando de veras. El conflicto ha trascendido y ya no es papeleo y burocracia y leyes y problemas de gestión entre políticos, ahora ha bajado al pueblo, como quien dice, y les han puesto etiquetas más graves y ofensivas. Ahora se insulta y se increpa, y se cuece un caldo de cultivo poco alentador, por decirlo suavemente.

Me apena que permitamos que tome peso aquello que nos separa, máxime cuando esto se reduce, en su origen al menos, a conflictos políticos y de competencias. O sea, que en lugar de cabrearnos con aquellos que deberían haber dialogado y haber gestionado mejor las trifulcas, por ambos lados, nos pongamos de parte de uno o de otro y seamos capaces de enfrentarnos entre nosotros. Me apena que nos dé miedo poner un asunto sobre la mesa y que nos escudemos en rollos legales porque, al fin y al cabo, la sociedad está viva y la norma se adapta a ella, y no al revés. Esto no quiere decir que haya que saltarse las leyes a la torera, sino que hay –siempre hay- cauces para dialogar y proponer cambios, y cuando esto es imposible el problema se enquista y se agrava.

Me apena que los nacionalismos de ambos lados triunfen de ese modo, no porque la cultura, la tradición y el marco de convivencia sea indigno de respeto, de cuidado, de conservación y admiración, sino porque son dañinos cuando actúan con este reduccionismo: tú eres una bandera y yo otra. Y nos diluimos como individuos, perdemos el sentido crítico, las maneras. El amor.

Lo que nos une siempre será mucho más que lo que nos separa, y es esto.

Todos comemos, tenemos mocos, cagamos.

Gritamos, lloramos.

Amamos.

Razonamos.

Dialogamos.

Espero que no se nos olvide.

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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