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Andrea Tovar

Querido millennial

De la tiranía del sexo: cortesanas o madres

Portada de la revista Squire (que significa «caballero») en 1965, sobre la «masculinización» de la mujer

Portada de la revista Squire (que significa «caballero») en 1965, sobre la «masculinización» de la mujer

 

Una de las cosas buenas que tiene el sur es que la playa no caduca hasta mediados de noviembre. Así pues, uno de estos días de descanso, aproveché para darme un baño en el mar después de hacer ejercicio. Paseaba por la orilla cuando escuché estos gritos:

— ¡Joe, Antonio, esa está mejor que tú!

— ¡Como pa’ no estarlo!

— ¡Yo la cambiaba por ti sin pensarlo!

Me quedé inmóvil. Las voces procedían de dos señores que me doblaban la edad, montados en sendas bicicletas por el paseo marítimo. Se reían y me miraban con descaro.

Me gustaría decir que respondí algo, pero la verdad es que enmudecí. Como nos suele pasar. ¿Qué dices ante algo así?

A algunos hombres les gusta soltar improperios en voz alta. Tienes que acostumbrarte a este hecho desde los trece o catorce años. Al principio te perturba, luego casi te insensibilizas. Usan condicionales para narrarte con pobre prosa lo que les gustaría hacer contigo. Lo que les sugiere tu cabeza, tu tronco, tus extremidades -porque es así, al fin y al cabo es un cuerpo, que digiere, que excreta, que respira, aunque ellos se permitan el prisma lascivo-. Además, ese cuerpo alberga ideas y sentimientos. Ellos no lo tienen en cuenta. Tú no les has preguntado, oye, ¿te parezco atractiva?, pero ellos se sienten con la libertad de contestar a eso igualmente. Y si te ofendes, eres una arisca. No es más que un piropo, ¿no es cierto? Deberías agradecerlos, porque un día se te caerán las tetas y el culo y nadie volverá a mirarte. ¿No es así?

Imaginar la situación inversa es sencillamente imposible: un par de cincuentonas gritando a un chiquillo de veintipocos, ¿os lo imagináis? No. Porque en ese niño, las mujeres ven a un hijo, no a un objeto sexual.

¿Por qué los hombres se permiten estos lujos? ¿Por qué se los permitimos? Les censuramos la violencia, aunque por desgracia nunca conseguimos erradicarla. Sin embargo, el sustrato del mundo sigue cimentado sobre concepciones bastante tolerantes con la testosterona, y lo que es peor, con la legitimación tácita de cierta supremacía. ¿Por qué, para designar a la especie humana, se usa el término hombres? ¿Por qué el plural mixto tiene el lexema masculino?

En origen, la respuesta va anclada a la función reproductiva. En los animales, y a pesar de las variadas especies, puede llegarse a la conclusión general de que, mientras el macho aporta una chispa esporádica, en muchas ocasiones a través de la dominación y el sometimiento de la hembra, es esta última la que queda vinculada en mayor medida a la descendencia a través del mantenimiento de su vida, máxime cuando los alberga en su interior, como es el caso de los seres humanos. La madre suele estar atada a sus hijos. Incluso en los hormigueros o las colmenas, con un aparente matriarcado, la sujeción de la hembra a la especie es máxima: los machos actúan con libertad hasta que mueren, con un despliegue relativo de sus capacidades individuales, pero la hembra no (El segundo sexo, Simone de Beauvoir).

Curiosamente, el bebé humano es, de todos los animales, la cría que nace menos independiente, la que durante más tiempo requiere de cuidados externos. Esto se potenció con la bipedestación: al erguirnos, las caderas se estrecharon, la capacidad de expulsar un cráneo más grande se vio mermada, por lo que los partos tenían que producirse en un momento aún más prematuro (Sapiens, de animales a dioses, Yuval Noah Harari). Sin embargo, la bipedestación favoreció a su vez el desarrollo cognitivo. A mayor inteligencia y por tanto, mayor deseo de libertad individual, más fuerte es la resistencia física a la alienación de la especie, más grande el conflicto entre la evolución personal y la función reproductiva: las mujeres son las hembras que paren con más dolor, las que más complicaciones sufren durante el embarazo. Da que pensar.

La frecuente maternidad, que perturbaba la salud de la mujer, así como la natural menor potencia muscular, supusieron que en un principio el reparto de tareas se efectuara de ese modo: la mujer atendía las labores domésticas y el hombre, las que tuvieran que ver con la fuerza física y el exterior. Sin embargo, el progreso técnico supuso un vaciamiento de las labores de la mujer  y así quedó confinada en el ámbito familiar. El hombre, en cambio, siguió ocupándose de lo de fuera: trabajar, relacionarse, progresar, inventar. Establecer las estructuras del mundo. Con la propiedad privada, el hombre se convirtió en el amo y señor de las tierras, de otros hombres y mujeres –los esclavos-, y de la mujer propia (Engels). El dueño del mundo. Con sus prostitutas y sus entretenimientos.

Y el legado perdura, el mundo es de los hombres. Si dices algo así en el siglo XXI te acusan de feminazi, que es un término peyorativo que evoca pelos en los sobacos y mujeres soltando baba con sus gritos. Es una palabra que asusta y coarta a las propias mujeres, no quieren ser eso, no quieren ser tildadas de eso. Los vínculos afectivos que nos unen con los hombres –papá, el amigo, el hermano, el novio- nos impiden apreciar en conjunto la mayor obviedad de la Historia: hace miles de años que somos la mitad sometida del planeta. El segundo sexo, como decía Simone de Beauvoir.

Vía Tumblr (fuente: a-real-feminist)

Vía Tumblr (fuente: a-real-feminist)

Cada colectivo lleva su batalla en la asunción clara de ser dominado por causas de raza, religión, identidad sexual o condición económico-laboral. Sin embargo, la mujer no ha protestado mucho. Hasta el siglo XIX ni siquiera escribían. Eso quiere decir que hace doscientos años nadie habría podido leer ni una de estas palabras. No hay ni una sola voz femenina que relate todos estos siglos de Historia, hasta hace bien poquito.

Aunque se esté dando una progresiva emancipación de la mujer hacia su realización personal, desligando su destino de la descendencia, los esquemas masculinos siguen vivos. Pensemos, por ejemplo, en las secciones del telediario. ¿Alguien se ha dado cuenta de que durante más de quince minutos del reporte diario de información general se habla exclusivamente de fútbol -y más concretamente, de Cristiano Ronaldo-? Imaginemos, por seguir los clichés típicos, que durante ese tiempo se hablara de moda. Y si esto parece absurdo, pensemos en cómo se ha conciliado la maternidad y el trabajo de la mujer. Pensemos en quién sigue recayendo el trabajo doméstico y familiar. Pensemos en sus condiciones laborales. Aquí van los datos: de media, las mujeres cobramos un 23,25% menos que los hombres (noticia de enero de 2017).

A veces, cuando estamos atentas y denunciamos los dictados silenciosos de la sociedad, nos llaman feminazis con rapidez, nos acusan de radicales, nos dicen que la igualdad impera y que estamos desfasadas. Pero la realidad está ahí: cuando paseas por la playa en otoño, cuando pones el telediario, cuando te contratan, cuando tienes un bebé. Si estamos de acuerdo en que queremos evolucionar hacia una sociedad más civilizada, más justa y equitativa, no podemos negar que hay diferencias en los sexos, pero estas diferencias no amparan la jerarquía que ha existido y que hay que erradicar. La fuerza física de unos o la maternidad de otros son criterios obsoletos. Las mujeres no somos eso: cortesanas o madres. Objetos que conciben o paren. Objetos sobre los que disponer. Somos universos, como cada ser humano, y cada universo merece todo el espacio para desarrollarse como necesite.

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