Decía Epicteto –la gente suele pronunciarlo como «epíteto», pero no lleva tilde- que es crucial saber lo que puedes controlar y lo que no.
Epicteto, en este punto, me recuerda a una plegaria muy famosa que dice así:
Señor, concédeme la serenidad para aceptar aquello que no puedo cambiar,
fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar,
y sabiduría para entender la diferencia.
Se me ocurre una lista de cosas que se pueden cambiar y cosas que no.
COSAS QUE SÍ:
COSAS QUE NO:
El principal problema que tienes es que no sabes ni cómo hacer esta chorrada de lista en un folio. Sigues poniendo palabras en boca de quien no las dice, reinterpretando los hechos, elucubrando cómo mejorar, atascado en un plan obsesivo sin final que se traduce en cambiar radicalmente quien eres, por dentro y por fuera.
Leí una vez la siguiente frase: ¿Qué forma quiere darle ella a su alma? Cada paso, cada palabra, cada gesto se suma a la escultura que es la existencia (Haru, Flavia Company).
Ah, eso se me había olvidado. Amplío:
COSAS QUE SÍ:
La forma del cuerpo no se cambia. Si tienes los tobillos anchos o las caderas estrechas, así te quedarás, por mucha liposucción. Pero la forma del alma se amolda a la textura de los pasos que dejas en este mundo. Construyes o destruyes. Tiñes de negro o de blanco.
En lugar de hacer caso a Epicteto y dedicar tu vida a desentrañar tus adentros y acomodarlos con lo de fuera, dedicas la vida a acomodarte tú al exterior. A asemejarte al resto, a no desentonar, a sufrir en silencio. Te vas cubriendo de mentira poco a poco y al final llevas una máscara integral que no te deja respirar, pero te has acostumbrado. Sabes aguantar el aire durante horas y horas. En reuniones, en citas, siempre rodeado de gente.
Cuando estás solo, huyes, porque no quieres quedarte con esa compañía que no es otra que tú mismo. Estás tan ocupado evitándote, no mirando tu cara en el espejo, la silueta de tu cuerpo, no escuchándolo, no cuidándolo de verdad –sin castigarlo, sea por exceso o por defecto-, que la vida se te pasa, y mientras que pasa te cabreas y te enredas en una madeja de refunfuños, por qué las cosas son así y no asao, por qué se comportan de esta manera y no de la otra, por qué, por qué, y haces pucheros y cruzas los brazos como un niño pequeño.
Porque aún no has crecido. Eres un niño pequeño. Un niño que sigue echando la culpa al pasado, a los demás, de lo que le corresponde a él. De su parcela de mundo.
Ten tu parcela limpia, curiosa, como dicen las señoras mayores. No limpies la de los demás ni pidas que limpien la tuya. Cada uno, con lo que le toca. Y Dios en todas partes.
Cambia lo que puedas cambiar, lo que quieras cambiar. Al resto, dale un abrazo chillao y la bienvenida a tu casa. Todo sucede para bien. Y si no parece ser así, cámbiale el signo: de negativo a positivo. Atisba las lecciones, el crecimiento que eso va a reportarte, y confía.
Cuando se pierde el miedo al interior de uno mismo, se pierde el miedo a los eventos y eventualidades. Dejas de temer un destino aleatorio e incontrolable, dejas de necesitar desesperadamente rellenar huecos ajenos para ver si así, indirectamente, se rellenan los tuyos, porque ahora te ocupas de ti primero y en tiempo presente. Ahora sabes lo que puedes cambiar y lo que no. Sabes qué toca en cada caso: hacer acopio de fuerzas y cambiarlo, o resignarse, sonreír, aceptar el devenir de la vida.
Sé agradecido. Cambia tu actitud y hazlo: agradece. No te sientas con derecho a tener los mejores zapatos. Tu único derecho es el de conocerte a ti mismo, y a los demás por el camino. Tu único derecho es el de caminar y de ocuparte de tus propios pasos. Así, solo así, disfrutarás la compañía en lugar de padecerla. La propia y la ajena.