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Andrea Tovar

Querido millennial

Cuando cumplir años ya no mola: the wrong side of 20’s

Cap. 06x06 'Girls' HBO (Full Disclosure)

Cap. 06×06 ‘Girls’ HBO (Full Disclosure)

 

El miércoles pasado cumplí veintiséis años, muy a mi pesar. Cuando soplé las velas, el deseo fue volver a los veinticuatro. Dicen que si lo cuentas, no se cumple, así que acabo de cargarme la última esperanza que tenía.

Como no sabía qué regalo elegir, me pareció buena idea optar por unas gafas de sol de diva trasnochada. El dependiente, que era el genio de la lámpara antes de conceder los deseos materiales, los posibles, especificó:

—A ver, tú lo que quieres son unas gafas estilo Sunset Boulevard. De las de huir de los paparazzis. De las de estar destrozada en rehabilitación.

—Sí. De las de entrar en Mercadona con un chándal y con ellas puestas, como si los focos me molestaran.

—Tengo lo que buscas— sacó un par de gafas y yo las compré.

Decidí que seríamos mejores amigos para siempre por esa conexión fluida que tan necesaria resulta, pero además me hizo descuento, por lo que estuve a punto de casarme con él, y así mato dos pájaros de un tiro y una cosa menos de cara a los treinta.

Preguntó a qué se debía ese capricho y le conté, con desgana, que era mi cumpleaños.

—¡Felicidades!

Negué con la cabeza.

—Nada de eso. Es una mierda. Ya estoy en el wrong side of 20’s. Voy para los treinta, ¿y qué tengo?

Ahí se perdió, el dependiente y prometido mío. Le expliqué muy brevemente que hay una línea de los veinte a los treinta, y que el ecuador está justo en los veinticinco. Cuando sigues en los veinticinco no hay problema, puedes estar lo perdido que quieras, porque aún no has dado un paso más en la línea limítrofe. Todavía no vas de camino a las tres décadas, estás en el medio. Por eso mi deseo era volver a los veinticuatro: para poder equivocarme una y otra vez durante dos años más sin asomo de remordimiento.

Él lo entendió, pero le ofendió un poco. Cuando explicas este concepto a los que han sobrepasado los cuarenta, te tildan de gilipollas, y es normal. Nuestra amistad estaba a punto de colarse por el desagüe. Yo intenté defender mi postura:

—A ver, no me vengas con eso de que no puedo quejarme delante de los viejos. Vosotros, por lo menos, tenéis cosas. Propiedades, cuentas bancarias, yo qué sé. Puede que ya os hayáis sacrificado lo suficiente para sentiros bien con vosotros mismos y poder empezar a vivir a tope. Pero los veinteañeros aún no tenemos nada de nada, y se suponía que al cumplir treinta estaría todo resuelto: la pareja, el trabajo, el coche, la hipoteca, quizá algún crío incluso. ¿Me ves con cara de tener un bebé?— él bajó la vista, evitando responder—. Si ni siquiera aparento veintiséis. Y aun así, los tengo. Mira mi DNI— hice amago de rebuscarlo, pero él extendió una mano como diciendo «no, tranquila, no me hace falta verlo, te creo».

Lo que yo quería decir es que uno puede pasar la crisis de los cuarenta o los cincuenta tranquilamente. Uno puede pillarse una depresión de caballo que dure dos lustros y que no haya gran problema en ello, porque tiene bajas laborales y una familia, sea esta de su agrado o no, y un colchón del que es dueño, no lo alquila. Uno puede volver a plantearse la vida y darse cuenta de que ha perdido miserablemente el tiempo en muchos aspectos, y entonces hacer otras cosas, viajar o divorciarse o lo que sea.

Sin embargo, cuando un veinteañero se plantea continuamente la corrección de los pasos que da, tiende a corregirlos mucho. El resultado es que nos pasamos diez años dando tumbos, en lugar de subir diez escalones hacia el confort y la estabilidad. Yo tengo las cosas menos claras hoy que cuando cumplí los veinte. Y si sigo así, a los treinta no sabré nada de nada.

Lo único que tengo en my wrong side of 20’s son unas gafas de sol negras, grandes, de diva trasnochada, de artista en rehabilitación, de comprar en Mercadona y tener fotosensibilidad a los halógenos. Me parecieron un buen regalo de cumpleaños porque hacer drama es muy divertido, en general.

El dependiente de la óptica estaba pensando qué decirme para sacar a esa pobre subnormal del abismo sideral en que había entrado. The wrong side of 20’s, my friend. No es ninguna tontería.

—Mira, querida— susurró—. ¿Te cuento un secreto?

—Claro— no hay nada que me guste más que las revelaciones trascendentales en momentos cotidianos y aparentemente banales.

La incertidumbre nunca te abandona.

Lo miré con detenimiento.

¿Qué quería decir?

Yo sabía que había algunos de esos, de los que se replanteaban la vida a los cuarenta o cincuenta, pero la gran mayoría seguía tan pancha hasta el final.

Me dispuse a replicar, pero acotó sus palabras:

—Para ti y para mí, al menos, la incertidumbre no desaparece jamás.

Asentí. Debería rumiar eso luego, pero de momento percibí que no había pronunciado la frase con resignación, sino con la firmeza del que lo tiene asumido y le parece estupendamente.

Recordé que en mi auto-felicitación de cumpleaños en Instagram había escrito: «si lo piensas, es hasta emocionante no tener ni puta idea de qué viene a continuación».

Así que estaba bien.

Soy Andrea Tovar, tengo veintiséis años, estoy en el wrong side of my 20’s, cada vez sé menos, cada vez piloto menos, cada vez tengo menos cosas. Tengo unas gafas de sol de diva trasnochada y he pedido un deseo que no se va a cumplir.

Nunca voy a volver al otro lado.

Y en el fondo, está bien así.

Si tuviera la vida resuelta de esa diva, probablemente estaría en rehabilitación, como ella. Porque las certezas no te hacen feliz. Te hacen… seguro. La seguridad da cierta felicidad, pero a veces es temporal, porque no hay nada infinito ni perenne, y cuanto más rígido se vuelve uno, más daño le hace cuando las cosas se mueven. Y las cosas se mueven todo el rato porque estamos vivos, y ahora cumplo veintiséis y el año que viene serán veintisiete y de pronto me hallaré con ochenta y tres, cuatrocientas canas en el pelo que eviten las decoloraciones, un dominó en la mesa y salvaslips para evitar las pérdidas de los que anunciaba Concha Velasco.

Me despedí de mi nuevo mejor amigo, aquel sabio tan bestial, y salí a la calle con una sonrisa bien grande y las nuevas gafas de sol negras, aunque unos densos nubarrones cubrieran el cielo y no viera absolutamente nada con ellas puestas.

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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