Ese momento.
Ese momento en el que te das cuenta de que lo que tienes no significa nada. Que, de hecho, ya estás desactualizado, aunque acabes de terminar, como quien dice. Que muy millennial, y ya obsoleto.
Ese momento en que te preguntas cuándo se han inventado cien profesiones nuevas. Que antes un manager era el representante de Hannah Montana, pero ahora suele ir detrás del project y es algo en sí mismo, por lo visto. Que tú dices, pero esas cosas dónde se estudian. ¿En qué momento alguien decidió que quería ser project manager? ¿En plena carrera de Filología inglesa? ¿Dónde le explicaron qué narices era eso?
Copy editor.
Communications assistant.
Harry Potter and the Philosopher’s Stone.
Ocho años de clases de inglés de seis a ocho para esto. Para que ahora el mundo se divida en juniors y associates y seniors; las castas de la India, importadas desde USA o quién sabe dónde.
Para que todavía se quede corto.
¿Inglés solo? Sorry, necesitamos francés perfecto y un poco de chino mandarín.
Maldita sea, mamá, por qué habéis desperdiciado mi juventud dejándome jugar a la Play o a la pelota. Ni un minuto más de Barbies para mis descendientes. Prometido.
Entonces aparece un anuncio en el tablón de LinkedIn: charla patrocinada por BBVA, coordinada por El País, de Enhamed Enhamed, deportista invidente. Se titula: «Yo no creo en sueños, hay que tener planes».
Eso intento, Enhamed, le respondes. Aquí estoy, intentando encontrar a mi match perfecto en forma de empresa sin sentir que soy el ser humano más inadecuado del planeta. Pero es que cuando doy con una oferta decente y marco tic en los requisitos de estudios e idiomas, Enhamed, si es que consigo hacer eso en algún caso, va y me decapita la guillotina de la experiencia.
Enhamed, le suplicas, no seas duro conmigo. No puedo –es imposible- haber pasado de ocho a seis en el cole, de seis a ocho en inglés los lunes y miércoles, y en gimnasia rítmica los martes y jueves, haber ido a catequesis los viernes, haber lidiado con los fines de semana pares en casa de papá y los julios en los campamentos de verano pintando globos recubiertos con la mezcla Art Attack solidificada; no puedo haber hecho todo eso más cinco años de carrera, uno de PapiErasmus, poner copas los sábados y estudiar los domingos, encontrar una pareja estable para satisfacer las preguntitas de los abuelos, hacer cursos extra para tener un añadido respecto a mis compañeros de clase; Enhamed, por Dios, no puedo haber hecho todo eso y ya mismo, recién sacadito del horno, tener cinco años de experiencia en comercio exterior. Por favor, Enhamed, déjame tener aunque sea sueños.
Claro, te da la fiebre de la titulitis. Cómo no va a darte la fiebre de la titulitis en este mundo delirante de competencia incomprensible, que ni siquiera llegas a entender qué puesto de trabajo te están ofreciendo porque está en otra lengua. Por eso te inventas cosas: la titulitis es aquella afección compulsiva que mueve al sujeto a llenar su CV de datos, reales o imaginarios. Ya no eres «camarero», sino «responsable de hostelería», y aquella charla a la que fuiste para acompañar a un amigo, en la que diste más cabezadas de las que puedes recordar, eso fue un curso intensivo de proyección personal. Sí. Aunque te apellides Cifuentes y dispongas de un trabajo bien remunerado, la titulitis puede invadirte rápidamente. Nadie está a salvo. Procuremos conservar la salud en la búsqueda de un empleo serio.
Con estos últimos términos viene a mi cabeza la imagen de Dulceida en 2016. «Empleo serio».
Yo trabajo mucho, decía, cuántas veces diría cuantísimo trabajaba en doce minutos y pico. Mientras explicaba lo duro que era viajar y que le tomaran fotos, que le editaran los vídeos, que le llevaran la contabilidad y que respondieran sus e-mails, se marcaba un «cuatriple». Y tú piensas, ay, Dulceida, alma de cántaro, qué injusta es la vida. Tu vida es el cuádruple de mejor que la mía, Dulceida, cariño, no el cuatriple, pero tú a lo tuyo, será que estás cansada.
Descansa, influencer.
Que luego a luego, voy a hacer lo mismo que tú y me voy a echar un rato, Dulceida. Perdona, Enhamed, porque soy escoria: tú tienes impedimentos físicos serios y aun así consigues tus sueños, y tu mensaje motivacional lo patrocina un banco y un medio de comunicación importante. Te respeto, pero no llego a tu altura, Enhamed. Que el único plan que puedo hacer a corto medio plazo es la rutina del gym low cost, Enhamed, esa sí que la puedo respetar, mientras siga disponiendo de veinte euros al mes y tenga paciencia para que se desocupen las máquinas a la hora punta.
Así que déjame tener sueños. Ya que el CV que me he editado en PDF no tiene nada que ofrecer, porque mis estudios tienen nombre español y porque no he conseguido el giratiempo con el que Hermione acudía a todas las lecciones en Harry Potter y el Prisionero de Azkaban. The Prisoner of Azkaban, I mean. Sorry.
Ay.
Ese momento.
Ese momento en el que te das cuenta de que no sirves para nada.
Piensas en papá y sus horas extra para tus clases extra. Para esa beca ficticia que el desembolsó íntegramente: tu año en el extranjero. Piensas en los Redbulles y en los cafés de máquina, en la mezcla horrible que dejaban en tu paladar a altas horas de la noche. Te acuerdas, mientras sigues inmerso en LinkedIn, de que el váter de la biblioteca llegó a ser como el de tu propia casa; de que veías más al conserje que a tu papá patrocinador.
Y antes de cerrar la pestaña de Internet, habiendo conseguido solo una oferta de trabajo ilegal; antes de bajar al chino a por una botella de vino para celebrar el vacío, ahora que ha caído el sol, te reprendes internamente.
Porque sabes que los ganadores no se lamentan.
Ya si eso mañana, te dices. Mañana seguiremos en la búsqueda.
Hasta mañana, LinkedIn.