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Andrea Tovar

Querido millennial

Carrefour Coachella (crónica de un festival)

 

Vía Tumblr (fuente @mo0npeace)

Vía Tumblr (fuente @mo0npeace)

Ahora mismo un alto porcentaje de población de Murcia y alrededores y algunos puntos salpicados de la geografía nacional y comunitaria está soñando con un colchón. Les pesan los párpados, les duelen los huesos por dentro, se están acordando de un montón de músculos que no sabían que tenían.

La culpable es –como casi siempre en este país, cuando la causa no radica en la explotación laboral- la fiesta. Más concretamente, el SOS. 4.8. Ay, no. El WAM. Jo. El Warm. Up. Eso. El Warm Up. Ya está.

Que pal caso, es lo mismo. Cambia, entre otros detalles, la pulserita que los veinteañeros empiezan a acumular en las muñecas. Después de dos o tres veranos, algunas se habrán podrido y les dará igual, conservarán los retazos de hilos bien cosidos a sus manos derechas. No querrán despegarse por nada del mundo de esas primeras experiencias festivaleras.

No se trata simplemente de una moda. Porque al traspasar las puertas de acceso de un festival, después de cacheos serios en colas de segregación por género, uno accede a un universo paralelo. La moneda de curso legal queda inservible, y los ericos vienen sustituidos por los tuents –se ve que Tuenti no se conformó con su obsolescencia y, después de eliminar miles de recuerdos de nuestras adolescencias, para alivio colectivo, decidió invadir el mercado de la telefonía… y ahora de las fichas-moneda-. El cambio es incierto: 20 eros equivalen a 8 tuents. Eso quiere decir que hay decimales en la división, y una mente etílica acaba por pensar: bah. Un mini de cerveza, 3 tuents y medio, pues suena bien. Nunca hará el cálculo.

Pero se puede hacer negocio. Los más avispados recogían a altas horas de la madrugada del sábado los vasos vacíos del suelo. Por cada uno daban 1 erico. Una lista se llevó un billete azul en nuestra cara.

Se puede hacer negocio en el Warm. Up. También se estila el contrabando de petaca escondido en calcetines, laterales de sujetadores y otros lugares innombrables. Por eso de que los precios están caretes, aunque nunca sepamos exactamente cómo de caretes. Se pasan sustancias legales y otras ilegales y normalizadas. El aire huele a hierba y algunos se rascan la nariz. Aunque en mi caso, se debía a un ataque de alergia, algunos me sonreían cómplices. Yo me sonaba los mocos con pudor.

La primera maravilla del festival es plantarse frente al armario con una absoluta libertad, inaudita para ciudades como esta, donde un simple sombrero ya es observado con desconfianza. Esos días todo vale. Las princesas galácticas con strass y glitter en los párpados. Mini diamantes. Plataformas. Ves a Lady Gaga y de pronto es un chico. Cuernos plateados, leggins de oro.

Y sudaderas de toda la vida, de domingo por la tarde, también. Están los que aprovechan para disfrazarse porque les pesa esa norma Inditex tan aburrida y están los prácticos, que valoran la comodidad de una suela y el abrigo de una cazadora vaquera. Puede darse que los segundos rajen de los primeros en el parking, como de costumbre. A algunos les encanta que el Carrefour de La Fica se convierta en Coachella, y a otros les da un poco de porsaco. En la variedad está el gusto.

Así que una de las actividades recomendadas es sentarse en el suelo y mirar pasar a la gente. También buscar obsesivamente a alguien entre la muchedumbre: un grupo de amigos, aquel crush de hace un rato que perdiste para siempre, esa persona que quiere pegarte una paliza. Es mejor no emprender esta misión con un nivel alto de aturdimiento en sangre, pues todas las caras parecen iguales y al final uno acaba mareado.

Otro pasatiempo estupendo es escuchar. Ni siquiera la música, hablo de escuchar a los demás. Cuando toman el suero de la verdad, el chorreo sincero de sus palabras es impagable. En un festival hay más salseo que nunca, es como juntar quince sábados discotequeros y a un amplio número de conocidos en el mismo espacio. Si uno conserva la lucidez y la memoria, eso que se lleva al día siguiente. En los intervalos de sesiones de conciertos se da salida al cotilleo y los rumores empiezan a volar y volar. El resultado es que la potencia de las jornadas va a más. Un crescendo absoluto que culmina con la electrónica potente que termina de macharte los huesos por dentro y de recordarte esos músculos que tenías, aunque no lo supieras.

La música. Fíjate que ni siquiera he hablado aún de la música. Y eso que los festivales consisten en eso, en reunir a las masas en torno a una hoguera y cantarles historias. Esta convocatoria de arte y cultura es excepcional, como evento en sí mismo. Pero la música tiene ese plus que las demás ramas jamás conseguirán. No me imagino a nadie esnifando algo para poder leer más rápido, durante más horas, vaya.

Vía Tumblr (fuente: stanchez-sloppy-seconds)

Vía Tumblr (fuente: stanchez-sloppy-seconds)

Apretujado entre espaldas sudorosas o bailando en varios metros cuadrados, la energía común que se crea es muy bonita la mayor parte del tiempo y de las veces. Se parece a cuando ponen tu canción en la radio de camino en coche a una reunión aburrida, que no tiene nada que ver con seleccionarla en tu lista de reproducción de Spotify. La sorpresa de escuchar esas estrofas cuando no te las esperas, la ilusión de otear a ese garbancito que es el autor de los temazos que te han acompañado en las lágrimas, las risas, las horas de estudio, las sesiones de deporte, los documentos Word y Excel y PowerPoint… No hay adrenalina más sana que esa.

Al final, todo el mundo quiere más Warm Up, o WAM, o SOS 4.8, o FIB, o Viña, o BBK. Para traer Coachella al cuerpo colectivo. Un espíritu, una experiencia personal que acaba atada a las muñecas hasta descomponerse, como un sello de eso que has vivido, una entrada en el mundo mágico en la veintena, comparable a cualquier anillo de compromiso.

 

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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