Pensábamos que la esclavitud había sido abolida porque solo teníamos en mente la paradigmática, la de EEUU, la de las películas. Pero la OIT considera que existen, en la actualidad, casi 30 millones de esclavos en el mundo.
Sin embargo, se les ha olvidado contar a unos cuantos.
En el siglo XXI de los países occidentales inmersos en el capitalismo, la esclavitud se viste con trajes a medida y faldas de tubo. Los amos y señores son las multinacionales, grandes organismos, empresas y despachos; personas que han escalado hasta la cima de la pirámide pisando cabezas o muy dignamente, que se han hecho con un batallón al que denominan «recursos humanos» para dar apariencia de humanidad a su particular labor de reclutamiento. Aun así, el propio nombre indica lo que los trabajadores son: «recursos». Como el capital o las materias primas en teoría económica, el personal constituye otro factor más, sin nombre de pila ni rostro fijo. Por eso, los becarios entran y salen con la mayor facilidad. Se les recibe con calidez autómata y se les despide con indiferencia, en la mayoría de los casos.
Las fuentes de enrolamiento recientes son unos hornos grandes colocados justo a la salida de la facultad. El producto deseado es alguien a quien moldear desde la base, alguien que se tatúe por dentro el eslogan corporativo y la imagen de la empresa y ya no se plantee nada más. Que no se haga preguntas sobre los horarios, sobre su tono de piel pajizo. Sobre el hecho de no ver amanecer casi y salir de la cueva cuando el sol se ha puesto. Se busca obediencia, no excelencia. Aunque eso no lo dicen en ninguna parte.
En esta forma de empleo, afirmar el deseo de «tener una vida» resulta ofensivo para el superior. Todos han debido adaptarse, y poner en duda su proceso es casi una blasfemia. Los sentimientos humanos, la gana de ocio y expansión, de tiempo para uno mismo, son percibidos como debilidad. Vence el que más sonría ante la tonelada de papeles que le espera en la mesa, o quien no sonría en absoluto, pero cumpla.
Porque los esclavos del siglo XXI ya no producen pirámides de Keops, sino que fabrican documentos. Son burocracia. Su aliciente es progresar rápido en esa pirámide intangible para que la jerarquía deje de aplastarles; para cambiarles el puesto a los de arriba y convertirse ellos en los de arriba. Cuanto más alto, más aire fresco. Supuestamente.
Es fácil reconocer a un esclavo. Suele padecer el Síndrome del Explotado Junior, que es una patología crónica –proporcional a la duración del empleo en cuestión, o algo más si acaso- que se caracteriza por elevada presión sanguínea y nivel de estrés considerable, con ataques puntuales de ansiedad nerviosa y diferentes vías de exteriorización –desregulación nutricional, actividad física desmedida, gusto por bebidas alcohólicas, medicamentos e incluso estupefacientes-. Además, tienen una compleja relación con su jornada semanal. Dado que nunca pueden disponer de veinticuatro horas enteras, reducen las horas de descanso y sueño y se entregan al desenfreno en los momentos de ocio.
Una de las afectadas por el Síndrome del Explotado Junior vino a visitarme a la playa este fin de semana. Tomaba el sol con ansia, quería ponerse morena esa misma mañana para poder lucir sandalias en el trabajo, decía. Después de comer tenía los ojos inyectados en sangre. Le pregunté si estaba cansada.
—Claro, estoy reventada. Después de trabajar voy al gimnasio, para mantenerme en forma. Y los fines de semana salgo con mi churri, quedo con las amigas, visito a mi familia. Salgo de fiesta, voy al monte. Hace una eternidad que no duermo ocho horas.
—Vamos a descansar —propuse.
—No.
La miré arqueando una ceja.
—Si duermo la siesta ahora, me voy a perder todo el sol. Se me va el día.
Al esclavo del siglo XXI con Síndrome del Explotado Junior se le va el día. La semana. El mes. El año. La vida.
Ahora los verán salivando porque en breve comienzan sus vacaciones: dos semanas enteras. Esperan poder despegarse del microchip de control que el Gran Hermano les adosa para que no olviden su condición ni siquiera en los ratos libres, ese móvil de última generación que deben chequear cada diez minutos. Si entra un correo o reciben una llamada que no atienden, su trabajo corre serio peligro. El mundo podría desplomarse si paran de atender sus obligaciones. Para asegurarse de ello, reciben también un portátil precioso con conexión a la red interna. No hay excusas para la falta de eficiencia.
Si la OIT no los ha considerado esclavos es porque disponen de un papelito firmado que reza «Contrato laboral», con unas cláusulas legales fijadas, un horario estipulado y todas esas cosas. Con todo, la OIT sí que contempla como esclavitud los contratos laborales abusivos, y es paradójico que, en la práctica, las horas en la oficina siempre excedan de las previstas. El tiempo extra, empero, no computa a efectos de nómina. No hay opción de cobrar por lo que se trabaja de verdad.
Este hecho es de sobra conocido para los esclavos del mundillo, pero deben callar y no armar jaleo para evitarse problemas. No deben olvidar que ellos, sus empresas, son la élite del mundo occidental capitalista. Al ver los logos de sus carpetas, todos hacen reverencias a su paso. Por eso prefieren apurar al máximo la vida en los huecos que se les permita, y convertir en familia a los compañeros fijos de búnker. Para tener la ilusión de la voluntariedad en este abuso que padecen cada día.