El típico viejo de bar vuelve a la carga:
—Pues no que el nuevo ministro del Pedro Sánchez ese sale a agradecer su puesto y le reconoce su apoyo a su marido. ¡Su marido! ¿Qué es eso? Daban ganas de gritarle «mariconazo».
Lo dice gritando, lo de mariconazo, para que le oiga el barman y los parroquianos. Yo me atrevo:
—Qué barbaridades está diciendo usted.
Se gira asombrado hacia mí.
—¿Por qué? ¿No opinas tú lo mismo? ¿Que están enfermos?
Orgullo.
Tres veces he sentido orgullo de mi país, que yo recuerde.
La primera tuvo lugar en la manifestación contra la guerra de Irak. Todos los compis del cole salimos a la calle a gritar, esta vez cosas bonitas, porque no queríamos guerra. No entendíamos nada del conflicto, solo sabíamos que la guerra era mala y la paz buena, tal y como nos habían explicado en clase innumerables veces.
La segunda fue durante la final España-Holanda. Me encontraba en La Haya con unos primos, y ante la avalancha naranja ocultábamos con timidez las camisetas con la bandera española. Cuando ganamos nos recluimos en casa, por si alguien nos atizaba al celebrar entre lágrimas el beso espontáneo de Casillas a la Carbonero.
La tercera se dio en mi año de Erasmus en Italia, cuando comprobé que el matrimonio gay aprobado hacía cinco o seis años en nuestro país no era tan normal. Había otros Estados desarrollados y bien cercanos que todavía no habían dado el paso de aceptar el amor entre personas del mismo sexo, algo que a mí me parecía de pronto inaceptable. Igual que cuando prohibieron fumar en espacios cerrados: se antojaba extrañísimo que no se hubiera hecho antes.
Orgullo.
Orgullo de qué. Por qué tienen que salir a la calle travestidos. Pueden ser homosexuales y no unas auténticas locas. Parece que ahora está de moda ser gay. Nos quieren contagiar a todos.
Pues mire usted, señor viejo de bar –qué cliché es usted, de verdad-. Orgullo, según la RAE, es sinónimo de amor propio, de autoestima. Las personas que han conseguido dar el paso de aceptarse tal y como son ayudan a otras a que hagan lo mismo. Para eso, han debido derribar unas barreras totalmente absurdas. Escollos que, de primeras, el colectivo heterosexual nunca ha padecido. Imagínese usted a su hija lloriqueando en el salón:
—Papá. Tengo algo que decirte. Siéntate. ¿Has tomado las pastillas del corazón hoy? Vale. Bueno. Resulta que… me gustan los hombres. Por favor, no me desheredes.
Todos los amigos homosexuales que tengo han pasado por un prematuro proceso de autorrechazo y reconciliación posterior, a causa de algo tan estúpido como en qué sujeto recae el objeto de su amor. Si lo piensa usted, señor viejo de bar, estamos hablando de eso. De amor. Pasión, deseo, afecto y la ternura del amor. ¿Es censurable algo así?
La otra definición de «orgullo» en la RAE reza: «Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele conllevar sentimiento de superioridad».
El día del Orgullo seguirá representando, no solo una fantástica fiesta, sino una auténtica función social, mientras que haya personas que sigan equivocándose con las acepciones del sustantivo en cuestión. El colectivo LGTBI no quiere hacer alarde de nada. Solo ansía un espacio que les corresponde por derecho propio, y no es nada más que la posibilidad de vivir una adolescencia igual de bonita y complicada que la de cualquier otro. Darse de la mano por la calle con su pareja, se llame Juan o se llame María. No reunirse con los papis en el salón para darles la peor noticia que puedan escuchar.
En las ciudades como Murcia sigue siendo excepcional encontrar parejas del mismo sexo paseando de la mano. Por su parte, la transexualidad es casi como el monstruo del lago Ness; nadie lo ha visto, aunque se comenta que por ahí anda. No se sabe que no existen solo dos sexos, sino que científicamente hay seis, que definirán fundamentalmente la identidad sexual de la persona: el sexo genético, el gonadal, el somático, el efectivo, el psicológico y el legal. La preferencia sexual no está directamente relacionada con ninguno de ellos, o al menos, aún no ha sido demostrada tal vinculación. A quién decidamos amar es en parte convención social y en parte algo de magia.
La magia, según la RAE, es ese «arte o ciencia oculta con que se pretende producir (…) resultados contrarios a las leyes naturales». Esto de las leyes naturales está siempre en boca de los señores de bar. Sin embargo, la magia, dice la RAE, también es el «encanto, hechizo o atractivo de alguien o algo».
El Orgullo es clave para dejar de caminar entre polaridades contrapuestas. Bueno o malo, salud y enfermedad, recto o torcido, deseable y censurable. Los reduccionistas hablarán como siempre lo hacen, desde un espacio muy chiquitito. Ahí resulta difícil introducir a nadie más. Desde ese lugar, es habitual que se censure lo más bonito que puede hacer alguien en esta breve vida: amar. A uno mismo primero, y después a los demás.
Hinchemos bien el pecho de Orgullo.
Salgamos a celebrar que estamos caminando hacia un futuro en que los viejos de bar se encuentren en peligro de extinción. Que, poco a poco -y ojalá a grandes zancadas-, no quedará ni una familia que repudie a un miembro por quién sea su compañero o cómo sean sus genitales.
Lo contrario del orgullo es la vergüenza. Erradicando la vergüenza, gana el Orgullo.