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Andrea Tovar

Querido millennial

Por qué fracasan las relaciones: el gas de la verdad

punk

Adelante. Tome asiento, por favor. Ahora le colocamos la mascarilla, así. Inhale bien fuerte nuestro particular gas de la verdad. Y conteste con toda la sinceridad posible a la siguiente pregunta:

—¿Por qué fracasan las relaciones?

Por desgracia, el gas en cuestión era de esos gases. De los que la abuela llama «gases», vaya.

—¡Qué peste! —responde el sujeto de prueba.

Bingo. Respuesta correcta.

 

Las relaciones fracasan, queridos amigos, porque de pronto hay mucha peste y antes no la había.

Porque el reflejo del espejo es diferente -¿quién es ese barrigudo calvo?, ¿quién es esa pellejona cascarrabias?-, porque esa idea romántica se va rompiendo a base de rutina, de no hacer el amor y de tener hijos que chillan.

Bueno.

Pero hablo de las relaciones de la gente de mi edad, no de los que llevan treinta años casados. Las nuestras, más breves, se rompen precisamente por la semilla de esas otras rupturas longevas: sin querer, nos hemos enamorado de una idea. Una idea que, como tal, es inaprensible. Que genera un arco de distancia con la realidad coloreado de frustración.

¿Cómo puede prevenirse eso? ¿Cómo puede uno saber, cien por cien, que está con la persona real y no con un derivado de la fantasía que espera continuamente que algo en el otro cambie, que este detalle se pula, que el otro se perfile, que la pareja se autodefina en la dirección exacta que nosotros reputamos adecuada?

Pues no se puede. Nunca al cien por cien. Por la sencilla razón de que ni siquiera uno mismo se conoce al cien por cien. Así que hay que enamorarse de espacios abiertos. Nos enamoramos, más bien, de unas acotaciones espacio-temporales, físicas, mentales, anímicas, humorísticas, etecé. Por eso, cuando ocurre algo que rompe el límite donde tenemos acotado al otro -«esto mi Juan nunca lo haría»-, nos resulta bastante sencillo desapegarnos. No es egoísmo, es supervivencia.

Así pues, la receta es: aprender a limitar lo menos posible al otro, enamorarse perdidamente de una esencia inmutable y procurar salvaguardarse a uno mismo si las acotaciones inevitables agreden el propio área.

Genial.

Pero hay un truqui. Algo que podemos hacer para cerciorarnos de que estamos con la persona, no con la idea: el gas de la verdad.

Los pedos, por si todavía no nos habíamos entendido.

A ver, ¿cuántas parejas fingen que no van al aseo? ¿Que no enferman, si los males son demasiado desagradables al evocarlos y asociarlos al rostro amado? Pero ¿cómo puede conservarse la pasión después del pedo?

Sé de un caso verídico: él duraba con ellas hasta que las imaginaba sentadas en el váter. Cuando consiguió seguir adelante después de retratar en su cabeza a una que le molaba mucho en el trono, supo que ella era su princesa. Al final se casó con ella y la convirtió en su reina.

En esta bendita sociedad de la apariencia que lleva pegando fuerte varias décadas -siempre perfectos-, que se está rompiendo por lo trash, por el body positive y estas cosas; reivindicar el pedo, las entrañas, los intestinos, el vómito, los granos.

No por nada, es que sucede una cosa mágica: el poder desmitificador del pedo. El poder vinculatorio del pedo.  Cuando puede compartirse con alguien todo eso se produce un vínculo que ni al dar fav en Twitter, oiga.

Las personas, de pronto, son personas en toda su dimensión. Lo bueno y lo malo se mezclan, se confunden. Las ideas de humo se evaporan. Ya no está ahí lo que queremos ver –y oler-, sino lo que es. Lo que hay.

 

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