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Andrea Tovar

Querido millennial

Narciso olvida su reflejo

FERNANDO PESSOA x ROBERTO FERRI The book of disquiet (1982); Narcissus (2017), oil on canvas- Título y verso final: Eva Rodríguez

FERNANDO PESSOA x ROBERTO FERRI
The book of disquiet (1982);
Narcissus (2017), oil on canvas-
Título y verso final: poema de Eva Rodríguez

 

Todas las historias comienzan en algún punto.

La nuestra empieza en la Grecia de los dioses caprichosos. O un poco después: en las clases de inglés. Con las partículas WH- llega la pregunta clave.

Who.

Are.

You.

Y los intentos desesperados por responder a esa pregunta. El nombre.

I am…

Y la descripción. Soy más que esta pero menos que aquel. Soy el más no se qué y el menos no sé cuántos. Las fórmulas comparativas y las superlativas. Intentando no errar en las palabras para no ofender a nadie y no ser castigado como Narciso.

 

Narciso era hermoso. Todas las ninfas iban correteando por los bosques detrás de él. Una de ellas era Eco, que había cabreado a Hera y esta la había condenado a repetir solo las últimas palabras de cada frase.

Narciso dijo en el bosque: «¿Hay alguien aquí?». Eco repitió: «Aquí, aquí». Narciso la buscó. Al verla, la rechazó, como a todas las demás. Eco se escondió en una cueva hasta que su voz se consumió en la vergüenza.

Némesis se vengó del crimen de Narciso haciendo que se enamorara de su propio reflejo en el agua. Por eso no nos miramos mucho en los espejos, para huir de la trampa de Pessoa: «el inventor del espejo envenenó el corazón humano». Observarse equivale a engreimiento, y eso es un pecado capital. Desde las clases de inglés en las que somos más que aquel pero menos que este y lo más en algo procuramos no cambiar ese primer acercamiento comparativo. Porque los superlativos enferman.

 

Frente a un lago de agua clara, el caimán ataca su propio reflejo, el mono se limpia el pegote de barro de la mejilla, y Narciso se queda embelesado.

Reducimos la cualidad humana para asemejarnos a animales sin raciocinio ni capacidad analítica, por si acaso. Preferimos pelear contra otros caimanes para mantener agarrada esa definición volátil, para sujetarla bien fuerte a las olitas del lago de la duda. Nos miramos solo de pasada, cuando nadie más atiende, en los baños de las discotecas, ebrios de ego y curiosidad desinhibida, o en la pantalla oscura del iPhone. Nos alzamos sobre comparativos y pisamos cabezas de reptil si es preciso. Todo para escapar de Némesis. Para ser normal. Para no sobresalir ni por una cosa ni por otra, para quedarse en el afable punto medio que ese otro griego decía era la virtud.

Sin embargo, en los demás no puede hallarse el baremo, sino dentro de uno mismo. Para encontrarlo, es preciso mirarse. Mirarse bien por fuera, mirarse. Mirarse con calma y con cariño y con odio y con decepción y con pasión y con aceptación, al final.

Mirarse no es hacerse un selfie, pero por ahí empieza, por el lago moderno, el del siglo XXI. Fuera las excusas de los amigos en una fiesta, fuera. Tú. Tu cara, tu cuerpo, tu sonrisa y tu voz. Ese es el principio.

 

En realidad, la historia no empieza en ningún aula extraescolar de idioma extranjero, ni tampoco en las fábulas míticas de los griegos y sus bacanales. La historia empieza por desterrar la mirada ajena y dejar caer las etiquetas que nos pusieron otros encima desde la cuna. Se tambalean, lo sabemos. En el fondo, en las profundidades de las aguas, sabemos que no somos lo que dicen, ni lo que nosotros afirmamos tan convencidos. Si no me crees, pon la tele. Cualquier reality de conocer pareja, de convivencia. Escucharás el eco de la ninfa en la cueva, desterrada por la vergüenza y el miedo, por lo oportuno de disolverse para que nadie pueda verla de verdad: «Yo soy una persona que…

Yo soy…

I am…».

 

Narciso se miró tanto, tanto tiempo, tan enamorado, que empezó a frustrarle de veras no poder poseerse del todo. Solo accedía a ese eco de sus facciones sobre el agua móvil. Aun con todo lo transparente, no podía agarrarse. No podía hacerse el amor a sí mismo, ni besarse.

Presa de la angustia, Narciso se tiró al agua y se ahogó. En ese lugar, cuentan, creció una flor hermosísima. Rest in peace, Narciso.

 

En memoria de Narciso, nos llamamos narcisistas cuando nos colocamos en el eje del mundo. Pero, pregunto, ¿qué otro eje hay? ¿Qué otro eje hay para saber dónde habitamos? Tenemos tanto mérito en el cuerpo y la mente que ocupamos como en el aire que entra en los pulmones. Son cosas que vienen dadas, no las conseguimos de ninguna forma. Pero si las examinamos y las vivimos, si las sentimos, podemos operar sobre ellas.

Podemos deshacernos de esa imagen, una vez aprehendida, para dar el siguiente paso. Para no morir ahogado en el propio ego. Para erguir el cuello y mirar alrededor. Y ver los árboles, las ninfas, las sillas de la clase de inglés, los compañeros. Sin necesidad de pelear con ellos para pasar de caimán reactivo a humanoide comparativo.

Para cambiar el fin de la historia, y el desarrollo, para vivir el proceso como objeto y dejar que el objeto sea el proceso, para liberar a Narciso del superlativo y de su pena y conquistar el olvido que da título a este artículo, para, por fin,

 

desaparecer

y crear de nuevo desde el sol.

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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