—¿Algo que declarar? —me pregunta el folio en blanco.
Busco, pero no hay opción de marcar el No Sabe/No Contesta. El calendario está marcado con rojo: 4 de febrero, Querido Millennial. Yo misma puse esa norma. Primer lunes de cada mes. Hoy es el primer lunes de un mes nuevo. Toca esto.
Pero yo no tengo nada que declarar. Como mucho, puedo declarar que tengo los dedos helados y me cuesta teclear en el portátil. O que me gustaría que entrara más luz por la ventana de mi zulo orientación norte. O que me encanta mi zulo orientación norte, que aquí dentro hay un microclima que será fantástico en primavera. Puedo declarar varias cosas, pero seguramente ninguna de ellas dé para un artículo estupendo que se haga viral y me catapulte por fin a la fama y la gloria del mileurismo pleno.
Tampoco tengo ya esa aspiración. La de las cuatro cifras, quizá, pero por comodidad y por pagarme la luz artificial de este zulo. Quiero decir que no quiero nada en concreto. Por eso, quizá, ha dejado de haber cosas que declarar con la urgencia del rayo.
Últimamente vivo sin guion.
Da miedo.
Es incómodo.
Cuando vives sin guion pasa una cosa, y es que delegas el control. Ya no haces listas y esquemas y estructuras y silogismos. De equis no se deduce zeta. Simplemente vas sobre la marcha. Viendo, conociendo y experimentando lo que toque. Por eso a veces cuesta más hacerse una idea completa sobre algo y exponerla de una manera racional. Porque el mundo se amplía, tiene otros matices, y nada es completamente blanco o negro. Ahora vivo en una escala de grises, si el gris fuera un color agradable, si no fuera el color del uniforme de mi colegio de monjas.
Escala de azules. Y yo sin nada que decir.
Puedo decir, me digo, puedo decir y digo que nos han engañado -aquí sale mi vena reivindicativa y así puedo sentirme más en mi salsa-. Nos han engañado porque en algún punto de la Historia Moderna decidieron que nosotros éramos nuestro cerebro. Solo eso. Por eso, si al mirarnos al espejo no vemos más que un conjunto de pensamientos mezclados, intentaremos que siempre sean los mejores, de calidad suprema, como el aceite de oliva virgen extra con que riego mi tostada matutina.
La verdad difiere un poco de esto, me parece. Porque nadie sabe describir un beso, un beso se da, no se analiza. Nadie piensa, ahora abro la boca y meto la punta de la lengua, y ahora toca morder el labio inferior, y ahora un pico para cerrar. Si la gente pensara esas cosas, nadie se daría besos. A nadie le apetecería darse un beso matemático.
De la misma forma, cuando uno se sienta a escribir puede hacer análisis y ofrecer conclusiones. Diseccionar hasta que solo quede el fruto de la teoría, una hipótesis nimia que llegue a unos cuantos cientos de personas y que, con suerte, les deje una frase grabada. O puede sentarse a escribir y servirse una tostada y mirar por la ventana del zulo orientación norte y dejarse llevar por el tecleo de unos dedos congelados. Uno puede hablar en voz alta con la pantalla y soltar lo que sea que lleve dentro, como se dice siempre en los realities de talentos.
Lo que llevas dentro. Eso es la desnudez.
Hubo una etapa en la que pensaba que desnudarse era enseñar las tetas en una cala recóndita, pero me equivocaba. O sea, tenía razón, pero hay otro grado de profundidad. Ese es el que da miedo. El que es incómodo. Ahí no hay guiones. No tienes nada pensado, ni planeado. Nos engañaron y nos dijeron que se vivía a través del cerebro, pero hay cosas que la mente no puede abarcar. De hecho, hay lugares en que, si la razón mete el hocico, se los carga. Pum. Estallan en mil pedazos.
Ni se besa ni se escribe nada de calidad a través del bisturí.
De la misma forma, no se vive nada de calidad a través del bisturí.
Nos dijeron que así era, que éramos nuestra cabeza. Y nos encerraron ahí, entre pilas de libros y papeles y exámenes. Nos cerraron los caminitos y nos bloquearon las alternativas. Nos redujeron -¿nos damos cuenta?-, nos redujeron a una parte ínfima. No sabemos desconectar ni pasar de nada, nos quedamos pegados a todo en la ilusión absurda de que dando vueltas circulares alrededor de una rayada resolveremos algo. No sabemos soltar, no. Nos parece que sobre nuestro ridículo cuello llevamos el peso entero del universo.
Qué prepotencia, si uno lo piensa bien. Deberíamos pensar esto, tener este pensamiento en concreto: el de acordarnos de dejar de pensar, el permitirnos esa falta de guion, para disfrutar por fin. Sin rollos metafísicos ni macabeos, sin historias ni Historias Modernas.
—¿Y el resultado? —pregunta el folio.
Pues mira, folio, le digo y me digo, tú ya no estás en blanco. Eso es algo. Has ganado un montón de letras, de experiencias y de frases que quizá quieran decir algo. Pero eso solo lo descubriremos al final. Después de haber puesto el último punto al texto.