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Andrea Tovar

Querido millennial

Cuatro días de soledad

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Cien años, proponía el Gabo, y yo pienso WHAAAT y me vienen a la cabeza los náufragos que juegan a que los balones son personas, las obesas de Catfish que se fingen supermodelos en Internet desde su cueva adosada en algún pueblo periférico de Wisconsin, los ancianos que hacen cola en la Seguridad Social para quejarse de una nueva dolencia solo por el placer de que les toque alguien. Algún ser humano.

Apuesto a que ya había pasado cuatro días sola antes; y sin embargo, esta vez fue diferente.

La soledad, cuando no es escogida, es especialmente dura. Cuando te la encuentras de pronto a la vuelta de la esquina y no hay vehículos de cuatro ruedas que puedan sacarte de ahí tan rápido como querrías.

Jueves, viernes, sábado, domingo. Los días, con el sol mediterráneo, no eran tan difíciles. Al fin y al cabo, mi trabajo implica grandes dosis de soledad, de distribuir las horas como al flujo de creatividad convenga. Estoy acostumbrada: ni me sabe a trabajo, ni me sabe a soledad. Me acompañan un montón de ideas y de personajes, así que mi conexión con el mundo es máxima cuando el sol está alto en el cielo.

Son las noches. Qué jodidas son las noches. Se acaba el torrente de palabras y me quedo a solas conmigo, en mi casita en la montaña, una casita que una chica llamó hace poco «habitación» porque ni siquiera cuenta con estancias. Normalmente estoy enamorada de mi casita, la siento como una prolongación de mi cuerpo, y gracias al cielo y a la luz y a los santos yo ya no tengo complejos. Pero en estas cuatro noches he odiado mi casita, he renegado de ella, he pensado en abandonarla. Al final, me he reconciliado con ella y ahora la disfruto más. Igual que los novios que se piden un tiempo y vuelven a los brazos del otro con energías renovadas.

Pero no quisiera adelantar el final del relato.

 

El principio: jueves noche. Llamo a mamá porque el silencio se está haciendo demasiado cansino y ni la música consigue paliarlo. Mamá es esa persona que tiene que aguantarte sí o sí. Hablamos durante horas. Se agrega papá, ponen el manos libres. «Es como si estuvieras aquí con nosotros», dicen. «Sí», contesto. Esta es la cosa del siglo XXI. Que puedes desarrollar relaciones enteras a través de una pantalla, en fascículos, sin sentir nunca la carne del otro, asiéndote a una idea que va evolucionando con los días. Enganchados a una historia, a una telenovela interesantísima. Así que les pido a mis papis y a mis tres contactos de emergencia –todos a más de 500 km de distancia- que tengan el móvil cerca esa noche. «Por si acaso», digo, aunque no sé a qué me refiero. La verdad es que ese mediodía me he atragantado con la comida y me ha dado miedo morir y que nadie se entere. Menos mal que mi casero me stalkea a menudo a través de las ventanas.

Ya cubierta con el edredón, me acuno entre recuerdos bonitos: la paella de la abuela, con las briznas de romero, la habitación de invitados que me preparaba la tita en su casa los findes. Me duermo sabiendo que hay unos cuantos seres humanos que están conmigo aunque no estén.

Y sin embargo ay, la noche del viernes. Solo veo unas cuantas stories de Instagram, con vasos de tubo y la nueva de Rosalía de fondo, y en seguida me pongo a pintar el cuadro para el cumpleaños de un amigo -uno de los contactos de emergencia, por cierto-. Pero mientras doy una pincelada crítica, se me hincha esa zona que está por debajo del ombligo. «¡Qué coño hago aquí!», chillo. Las paredes me devuelven el eco chiquitito. «¡Me voy, me voy de aquí! ¡Tengo veintisiete años y debería estar emborrachándome, no viviendo esta experiencia de clausura!». «Vente», contestan mis contactos de emergencia. «Vente ya mismo». Yo consulto Renfe, hay uno a las 7 a.m. «Si me voy, no vuelvo», aviso. «Pues no vuelvas», contestan. Miro mi casita silenciosa. Pienso en el contrato de WiFi, en la mensualidad entera de ingresos que gasté en amueblar el ínfimo salón. Pienso en el ambientador de vainilla, en las notas de la novela por las paredes. Pienso en la suscripción a la piscina, al MACBA. Pienso en la moto. Siento la ira de la soledad: por qué nadie viene a aliviármela. A mí me gusta mi vida, solo necesito que las demás la completen. Entonces, en la cama, empiezo a fantasear con la idea de llamar al 112, sería toda una aventura. Igual que cuando era pequeña y ansiaba romperme un brazo o una pierna, porque todos te cuidaban y te traían las muletas.

La noche del sábado,  otra vez de charla con mamá, me cuenta que justo ahora, con mi edad, ella estaba embarazada de mí. Dos meses llevaba yo en su tripa cuando ella tenía mis años. Reflexiono sobre esto al zamparme un kebab: se me dibuja un semicírculo ahí, debajo del ombligo. Un bebé. Y yo que ni siquiera sé cuidar de mí misma.

Efectivamente, yo puedo chillar, patalear, sufrir: un ataque de pánico, de ansiedad, una crisis seria, lo que sea. Las paredes de mi casa-habitación seguirían impávidas, observando, y como mucho yo habría malgastado unas cuantas horas pasándolo mal. Y al resto del universo, plin. A nadie le importa cómo estés, solo a ti mismo, que lo padeces. Pero no en el mal sentido. Mi madre dice que tener un bebé –a mí- con veintisiete años fue como regalar su autonomía antes incluso de haberla degustado. Yo tengo la oportunidad de habitarla: la autonomía, mi propia casa. Eso no es moco de pavo. Y es egoísta pedirle que permanezca pegada al teléfono. Yo tengo un móvil que puede llamar al 112. Pero los del 112 están ocupados con gente que necesita asistencia, como los náufragos, las obesas de Wisconsin y los ancianos solitarios. A mí qué me pasa. Si estoy sana. Y si no lo estoy, es mi culpa: tengo que comer más verdura, fumar menos y dejar de tatuarme tanto –esto último solo porque no puedo nadar mientras se me cura la piel y paso semanas sin hacer ejercicio-.

En fin.

La última noche me siento igual que la perrita que menea la cola esperando frente a la puerta. Casi me pongo a dar palmas cuando el del estanco me dice que le gusta mi abrigo y un niño me saluda por la calle sin motivo aparente. Aprecio cada forma de vida de una manera inaudita. Me agrada que paseen, solo eso: verlos vivir, reír, caminar, compartir.

 

No sabemos -en fin-, la suerte que tenemos de la propia rutina. Poder hacer los días junto a otros seres humanos, ir narrándolos y viviéndolos conforme ocurren. No lo apreciamos y nos adormilamos. Exigimos. Delegamos la responsabilidad del propio cuidado físico, mental y emocional.

Cuando me planté, en estos cuatro días de soledad que supieron a cien años, frente a mi casita y mi estilo de vida y me quejé de ser yo, de hacer lo que hago; y me planteé además la opción de dejarlo todo y volver a fingir que lo de antes me va bien; solo entonces, cuando puse una pausa a la inercia, me di cuenta de que no tengo opción. Porque los trenes a las 7 a.m. me saben a huida y prefiero quedarme a experimentar cosas desagradables, solo por el placer de narrarlas ahora mismo, antes que sumarme a los vídeos de fiesta de Instagram. Aunque me muero por protagonizarlos en vacaciones, siendo honesta.

Mi base es esta, y este es mi refugio. Es una casita, pero también es un cuerpo. Y nunca es tarde –más bien es pronto, si consideramos el todo- para tomar las riendas de la autonomía. Antes de que el kebab se convierta en un bebé. Y antes de que se corra el riesgo de tiranizar las relaciones, solo por la falta de responsabilidad de gestionarse a uno mismo.

Dicho esto –me extiendo mucho-, la receta es sencilla: hay que agradecer más, reírse más y pedir menos. Sin el resto de seres humanos, la vida es un devenir de horas. Y aunque fructifican, no suman, no aportan.

Cien años de soledad es una carga inaceptable.

Cuatro días, en cambio, no vienen mal a nadie.

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