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Andrea Tovar

Querido millennial

¿Hacia dónde vamos, viniendo del trap?

Marina Capdevila, via IG (@marinacapdevila)

Hace unos meses —no sabría enumerar cuántos; en cualquier caso en otra vida—, asistimos a una conferencia de Ernesto Castro en Barcelona para presentar su libro sobre el trap como filosofía millennial. Tomé notas y reí. Debatimos el encuentro con una cerveza. A algunos les parecía algo repelente. A mí, personalmente, me parecía brillante.

Él nos explicó lo que pasaba, en qué contexto vivíamos. Nos habló del nihilismo trapero que surgía de la crisis económica, de la toma de las calles, del barrio. De la reivindicación del feísmo frente al pop iridiscente. De la apropiación del insulto, de la figura sexualizada contra el punk aséptico en género. Del heroísmo del estrato social inferior que se yergue con sus oros y mantiene el chándal. De la exposición de la enfermedad mental como neurosis del capitalismo. De lo apolítico de las letras: me la suda lo que pase, el medio ambiente, la economía y los partidos.

En síntesis: no les interesa casi nada, a los traperos.

 

Yo, que me enciendo cual cerilla en cuanto alguien me sopla un poco, me propuse escribir una serie de columnas sobre el mundo del trap. El mundo en que vivíamos, hace unos meses. Eones, parece. Ahora no tiene mucho sentido.

Recuerdo una frase de Laura Ferrero, que decía en su Instagram algo así como que las esperanzas no son absurdas, sino que nos permiten saber de dónde venimos y hacia dónde vamos.

 

¿Hacia dónde vamos, viniendo del trap?

 

Con el coronavirus han pasado cosas. Ya estaban pasando antes, si nos apuramos. En este curso escolar, que ahora avanzan en imágenes con la dudosa publicidad del niño con los pies torcidos, ha habido borrascas y danas, ha habido columnas de humo en plena ciudad Condal y contenedores hechos plastilina entre llamas, ha habido explosiones en fábricas de fuegos artificiales. Ha habido animales salvajes tomando las calles desiertas y un fenómeno extrañísimo, bizarrísimo, excepcionalísimo, de personas recluidas. Una pena privativa de libertad masiva sin previo aviso, aunque se venía anunciando por las noticias. Nadie pensó que el virus fuera a llegar aquí desde China, incluso cuando asomaba la patita por Italia. Seguimos a tontas y a locas celebrando el fútbol de los machos y las manifestaciones de las hembras; y el arte de todos los interesados, que siempre son menos de los deseables. Y sin que nos lo oliéramos, de pronto teníamos encima una orden de alejamiento; un arresto domiciliario sine die. Un examen de recursos, un Pies Quietos de los del jardín de infancia.

 

En resumen: así como estuvieras, tenías que quedarte. Con lo puesto.

 

En esta época nos hemos reinventado en la cocina, en el salón, en el estudio, en el dormitorio y en las terrazas, si las había. Nos hemos planteado los espacios y las compañías. Hemos visto de cerca, o de lejos, la otra cara de la moneda. Y nos sentimos vulnerables porque ese final que preveíamos, que nuestra mente trazaba por pura protección, anclada en el fin del confinamiento… no es tal. El coronavirus no acaba, ladies and gentlemen. Vayan poniéndose cómodos.

 

¿Cómo puede un trapero medio estar coexistiendo, o existiendo, ahora mismo? Esa doctrina del me la suda, fruto de la propia exclusión del sistema, que se alza sobre la mecánica de poder y de dinero.

No hablamos siquiera de números porque ese es otro cantar, que si no estamos confinados ahora es por la pela. El dinero va después de la salud, ya lo decía Hobbes hace siglos cuando explicaba su doctrina contractualista, eje conceptual del Estado del bienestar. Y es que básicamente, el hombre es un tonel agujereado. Recursos limitados, necesidades infinitas. Así que el Estado es el Leviatán —como un Frankestein, como un patchwork de toda la colectividad—, que accede a proveer para estos hombres agujereados, en la medida de las posibilidades. Aceptamos el Estado policial, restrictivo, para mantener ciertos bienes o derechos. En la actualidad, la política es de miedo, y acatamos por cojones. O sea, porque no hacerlo es peor. Si uno no puede salir a manifestarse, ni protestar en modo alguno, ni combatir el virus más que desde la inacción… ¿cómo puede cambiar mínimamente la realidad?

 

Valeria Luiselli impartió hace unas semanas un taller de escritura en la Escuela Fuentetaja que yo tomé con gusto. Se llamaba «La imaginación bajo amenaza». A través de Zoom expuso a sus alumnos esta idea de que el miedo reprimía la imaginación. Lo mismo: en la escala de valores, la integridad física va primero. Por eso andamos como zombies, pero ya no traperos, sino como personas que humildemente conforman su rutina procurando no quebrantar ninguna norma. Desde que se instauró la democracia, allá por la muerte de Fran, no habíamos asistido a una etapa igual de supresión de derechos. Pero es lo que hay, es lo coherente. Nadie, más que los negacionistas y pro-abrazos, se atrevería a disentir.

 

Viniendo del trap, de los chavalillos que fuman y cantan mal porque todo se la suda, ¿hacia dónde vamos?

 

Ya no contamos con las calles como espacio. Ya no podemos protestar contra nada en concreto. Asumimos los golpes en silencio, en la individualidad más radical. Sabina Urraca contaba en El País este miedo de convertirse, junto con su reciente esposo, en una isla de dos; y lo mostraba con esa figura de la señora que se ajusta la bata, cerrándose el cuello más y más arriba, recelando del otro.

¿Cuál será el nuevo paradigma filosófico? ¿La individualidad respetuosa o la cerrazón del núcleo íntimo? ¿Caerán las aplicaciones interactivas como Tinder, Bender, Grindr, Blablacar, Skyscanner, Airbnb; y nos encaminaremos hacia una remodelación del amor romántico y presencial, tipo Puenteviejo? ¿Se reinventarán las redes sociales de postureo y ego, enfocadas en un mensaje más trabajado y menos narcisista? ¿Oxigenaremos el medio ambiente y la industria productiva, con sus injusticias lacerantes en seres humanos? ¿Ganará peso la cultura como fenómeno de distracción y profundización de masas recluidas? ¿Cómo se alterará el mercado de la vivienda? ¿Y la pirámide laboral? ¿Qué ocurrirá con las pensiones? ¿Y la política exterior?

¿Nos la sudará todo, o nos empezará a concernir lo importante? ¿Qué es lo importante? ¿La integridad física? ¿La dignidad humana? ¿La economía? ¿El arte?

Hagan sus apuestas, que esto no acaba.

Por supuesto, el trapero medio también puede no apostar y seguir yendo al banco del parque con una litrona, con su mascarilla y su sudor de huevos, aunque yo me esté oliendo su decadencia filosófica —no me olí lo del coronavirus, ahora ando más despierta—. La evasión es un oficio tan respetable como otro cualquiera, y quizá hasta más saludable.

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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