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Andrea Tovar

Querido millennial

Sobre Bellas despiertas y terroristas emocionales

Dice la artista Betty Dodson, que se dedicó a presentar en los tempranos setenta la primera serie de diapositivas de vulvas —y sufrió la correspondiente censura con la exhibición del clítoris en una galería, por cierto—; que «el amor romántico es uno de los conceptos más dañinos para las mujeres del planeta: a las niñas pequeñas que crecen con La bella durmiente de Disney se les enseña que tienen que esperar a un príncipe que las despierte».

Pero ¿qué pasa si la Bella ya ha despertado? Pongamos por caso que tiene los ojos bien abiertos. Que le gusta su trabajo, o lo tolera. Que está en paz con su grupo de amistades. Que se lleva relativamente bien con su familia. En general, esta princesa de cuento es bastante capaz de cargar con las bolsas de la compra, de ganar dinero y planear los fines de semana según sus apetencias. Ante la falta del amor romántico, ¿sigue la Bella en estado de letargo, en espera de un príncipe perezoso?

Porque ay, los príncipes de este siglo se han vuelto perezosos. O incapaces. Repasando narrativas, se aprecia un patrón que un par de amigas tienen a bien llamar «terrorismo emocional», y seguro que tú lo has padecido en alguna ocasión. Advierto de que el guion es poco original y quizá por eso casi indetectable; resulta repetitivo cual sitcom y no sorprende por su brillantez, pero sí por la capacidad de atraparnos, de hacernos prisioneras. De adormilarnos.

Este es el supuesto de hecho. Seguimos con Bella emancipada. No tiene un hueco en el corazón, pero sí le gustaría encontrar a alguien. Anhela una conexión entre tanto elenco indistinguible de seres humanos. No sabe bien si por discurso cultural —pareja, familia con hijos, el pack completo—, o por necesidad fisiológica pura y dura, de cuidado y mimos. En realidad, es consustancial al ser humano aquello de la búsqueda de la afinidad.

Y lo encuentra. De pronto, entre una app cualquiera, en la barra de un bar, en una cena con colegas de colegas, en la cola del cine, en el avión rumbo a Las Maldivas, un par de ojos también despiertos se cruzan con los suyos. Sucede: Cupido, la magia. Es mutua, es recíproca: innegable, aunque en el futuro se planteará si se lo inventó ella sola. No, Bella: fue correspondido, no te apures. Pasa lo que tiene que pasar —paréntesis para que cada cual lo rellene como quiera—.

Lo extraño viene luego: el mutismo. Silencio. El príncipe de turno no habla, no se expresa. Unos días dice cosas, otros no dice nada. Sus mensajes se contradicen. Parece que no hace amago de establecer una relación, luego se retracta expresa o tácitamente. El chico está hecho un lío. Y ahí la bella emancipada vierte todas sus capacidades al servicio de la tarea de su vida, que no es otra que salvar al pobre príncipe. Aquejado de una serie de complejos e incapacidades que la bella se encargará de detectar, analizar, justificar y exponer con su grupo más cercano en las tertulias de café; el príncipe se convertirá en el principito. Un hijo, a fin de cuentas, sin la capacidad de discernir o tomar decisiones propias.

El terrorista emocional es el príncipe a tiempo parcial que completa jornada con la figura del villano. La bella, abierta en sinceridad y propósitos, que si se caga con la posibilidad del compromiso desestabilizador está dispuesta a negociarlo y hablarlo; se encuentra súbitamente con su propia incapacidad de trazar un diálogo productivo bajo la amenaza de ser tildada de «loca» o de «pesada»; los dos grandes adjetivos que horrorizan a las mujeres.

De este modo, la bella deja de ser tan bella. Se traiciona a sí misma en lo que haría o diría, se somete al silencio para dar la impresión de desafectación. En una palabra: finge. Ya no los orgasmos, sino el interés. Por algún ridículo motivo, en el jugueteo de la seducción quinceañera —a pesar de aposentarse en los rotundos treinta— pierde el que ama antes, y ella no quiere perder, pero sobre todo no quiere perderlo. A él, al principito. Porque le sobrestima. Idealiza la parte de príncipe y menoscaba la de villano. Debe ensalzar su brillo, darle la mano al chaval hasta que se convierta en la persona que está destinada a ser. Que generalmente coincide con la versión que la bella-no tan bella se ha creado en su cabeza a partir de pruebas sólidas.

Estimada hermana, me dirijo a ti. Tú, que te ves o te has visto en esta situación: déjalo. Abandona el proyecto. No es el tuyo. Lo que vives no tiene nada que ver con el amor romántico, sino con la minusvaloración de ese adulto que es el principito. Él es capaz de tomar sus propias decisiones, y si no muestra interés evidente no eres tú quien debe convencerle de tus atributos y tus grandes virtudes; que las tienes. Si no es capaz de verlo, acéptalo. Haz las maletas y vete con los ojos abiertos a otra parte. No pierdas el tiempo haciendo conjeturas, no te desgastes trazando hipótesis o elucubrando —¿serán para mí sus stories? ¿Son indirectas?—, por una sencilla razón: el chiquillo tiene boca para hablar y dedos para teclear. Si quisiera comunicarte algo, lo haría. Punto. Si no quiere o no puede, a ti qué más te da. Eso solo te demuestra que ni príncipe ni villano; sino incapaz y terrorista emocional… en caso de que lo permitas.

No lo permitas. Es un consejo del Fromm; pezqueñines no, gracias, mejor déjalos crecer.

No rebajes tu potencia, tu capacidad, tu madurez, tus planes, tus objetivos, tu energía. No merece la pena. Intentar redirigir a un adulto es hasta soberbio. La indiferencia duele, la falta de claridad también, pero más duele enredarse en ese laberinto sin salida de un guion pobre. Tendrás tus momentos de gloria cuando triunfes y bajarás a los infiernos de la desesperación enseguida. Pírate de ahí. Huye de esa pauta de montaña rusa. Mereces algo mejor. Y la soltería es mejor que eso.

Tú estás despierta, bella. Que no se te olvide.

 

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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