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Andrea Tovar

Querido millennial

«Vacúname primero»: de la indecencia política

Recuerdo, a principios del advenimiento de la era COVID, que me di una temporada al delirio conspiranoide a tiempo completo. Mi premisa era bien simple: no podía entender que en todo el mundo —en el mundo entero— no hubiera un organismo de inteligencia capaz de prever la que se nos venía encima.

Que China quedaba lejos, pero Italia avisaba bien cerca, y nosotros plin. Me basaba, además, en algunas disposiciones adicionales como la rara conveniencia de una crisis económica que reorganizara a su antojo el mercado laboral, el uso de metadatos —¿recuerdan esa aplicación para detectar el virus y pasar info a los últimos contactos del positivo?— como combustible que mueve las empresas y predetermina nuestro consumo sin que nos demos ni cuenta, y en esa pirámide invertida de población que tanto dolor de cabeza traía a los demógrafos.

La gente a la que exponía mis precarios apuntes me respondía con una pregunta:

—¿Y tú, listilla? ¿Cómo lo habrías hecho?

—Es que ser lista —contestaba yo— no es mi trabajo.

Y me ahorraba la palabrota antes del último sustantivo. ¿De quién es ese trabajo?

Ah. De los políticos.

 

Estoy convencida de que la Política actual no es credo de casi nadie si tiene un par de dedos de frente. Sea usted del color que sea, lo más probable es que no fíe sus bienes más preciados al político que le representa. Esto es una tragedia de por sí, me parece, porque es claro indicador de cómo nos vemos obligados a dejar los avatares clave de la regulación social en manos de los menos indicados . Pero en el caso nos ocupa, mucho más.

Créame que estoy tecleando mientras escucho música clásica, apuro a sorbitos un InfuRelax y contengo los nervios y los perjurios; pero llevo toda la semana echando espumarajos por la boca al leer los titulares frescos: ya llegan los altos cargos a ponerse la vacunita antes que nadie.

Que estos políticos llevan apelando a nuestro saber hacer, a nuestra buena voluntad, desde hace casi un año ya. Que sí, que hay quien vive al margen de la pandemia —«yo paso de eso», dicen, como si fuera opcional—, y que, quien más y quien menos, todos hemos transgredido las normas en alguna ocasión —no es difícil cuando sentarse en un banco con un colega se ha vuelto ilegal—. Estos políticos que incluso se atreven, en otras ciudades, a ese buen hacer ciudadano para limpiar a la Filomena. Que ya queda claro que el ciudadano tiene todo el deber, toda la obligación, toda la responsabilidad. En general. Y tampoco es novedad que cuando sobrevino la pasada crisis económica, teníamos que tragar el almuerzo indigestado ante las noticias de cómo estos mismos políticos robaban millones y millones. Pero en esta situación de alerta absoluta —intuyo la estupidez humana es infinita y mi capacidad de sorpresa también—, se me antoja sencillamente inaceptable que chupen del bote de la vacuna.

 

A mis abuelos les dan cita para más allá de marzo, con suerte. No salen de casa porque están cagaditos de miedo con los titulares y se convierten en pasas, van perdiendo altura. Creo. Porque hace tiempo que no los veo. Mis amigos pierden sus trabajos, pierden la ilusión, pierden las ganas de hacer cosas. Los calendarios pierden citas, están vacíos porque ahora sobrevivimos. Mis primos se pierden sus primeros años de facultad. Nótese que todo es una pérdida. La gente se sume en la apatía, en un aire depresivo. Mis colegas solteros hace meses que no echan una cana al aire, y no hablo de libido, hablo de puro contacto humano, que también es necesidad básica. Lo único que se puede hacer es caminar: caminar, caminar, caminar. Padecemos este virus de la soledad que nos aísla. Lo sufrimos en silencio, como las hemorroides. Tiramos de relativizar porque el otro está peor, porque todo puede empeorar. Pasamos duelos por los seres queridos. No podemos ni enterrarlos. Se nos caen los proyectos, las esperanzas, las fiestas, los viajes, las risas. Todo lo que merece la pena de la vida. Y el miedo es una amenaza continua, bajita o fuerte, que hay que manejar de la mejor forma posible.

Y mientras tanto, algunos de los señores salvadores del pueblo ¿qué hacen?

Se vacunan.

Ellos.

Se ponen primero en la lista.

Sin vergüenza ninguna, se vacunan. Aducen cualquier excusa medio remendada, no tienen ni la decencia de prepararse una buena, se pinchan. No quieren abandonar sus puestos, claro que no.

¿Qué hacen los demás partidos? Preparan el dedito acusador para ese lamentable espectáculo del «y tú más».

Y yo, con música clásica y mi InfuRelax, me pregunto si de verdad van a empezar este show. Ahora. En estas circunstancias. Si nos tenemos que armar psicológicamente para el caciquismo bien conocido, incluso con una crisis sanitaria de este calibre, con este grado de drama.

Porque, señores políticos y derivados, les digo a ustedes: no sé cómo van a hacer para seguir conteniendo, rogando y pidiendo a un pueblo que está bañándose en pérdida. Totalmente aletargado, consumido por su pésima gestión. Por no hablar del sector sanitario sobrexplotado que suda sangre. Con qué cara van a plantarse ante los micrófonos, a decir qué.

Suerte tienen, señores, de que las mascarillas les tapen la cara.

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