Confieso que escribí este post hace unos días y lo he borrado entero. No, no lo he borrado: más bien ese post sigue ahí, archivado y sin uso. Era un post enfebrecido de rabia, altisonante, que pretendía explicar con razones intelectuales las causas de lo que sucedía en las calles, que quería ofrecer soluciones a la desesperada y que ardía en… tristeza.
De fondo, en el crepitar del fuego, hay tristeza. No es visible en un primer momento, pero ahí está si uno atiende bien. Me decían en estos días que Chomsky asistía al reflejo de las almas de los jóvenes en esas revueltas. Algunos se preocupaban más por ese elemento etéreo que por los contenedores como bien público, tangible, pero en general todos andábamos preguntándonos qué pasa. Qué pasa con los contenedores. Por qué se ha cogido el vicio, el hábito, de salir a quemar la basura, la mierda, de verla explotar en llamas y disfrutar con el bote de los socavones de plástico derretido, solidificado y aunado al pavimento de esa forma tan grotesca. Y miramos a un lado y a otro, y revientan ojos y calcinan motos, y rompen cristales y saquean y derriban.
Carver decía que lo que le interesaba era la metáfora. Que el escritor se relaciona con los objetos en un orden particular y dota así de sentido a cada elemento. ¿Cuál es, pues, la metáfora del contenedor?
Borré el artículo anterior porque, sinceramente, no tenía ganas. No tengo ganas, estoy exhausta. De emitir palabras que a saber quién lee, si le importan a alguien. Estoy harta, me siento incomunicada. Y pensé que, en el fondo, eso es lo que deben sentir los manifestantes. Una sordera invidente por parte de la clase de arriba que solo se preocupa por mantener su privilegio y no hace caso de nada de lo que ocurre.
Hablé, en el otro post, de reformas del Código penal, de un sistema anquilosado en esa transición democrática veloz y apañada con la Política del Olvido, un «borrón y cuenta nueva» que no termina de satisfacer a nadie. Hablé de referéndums, de consultas sobre modelo territorial y leyes base, hablé… en fin, hablé de métodos civilizados para llegar a acuerdos sociales duraderos. Expuse la resistencia de aquellos que verían peligrar su escaño, la impotencia que eso genera: existen mecanismos para operar los cambios dentro del sistema establecido, pero no se utilizan. Sin embargo, me dijeron, yo solo soy una Ana Rosa que no entiende cómo funciona el mundo tras tantos años de estudio. Que la vida se devora a sí misma y esta —la violencia— es la única forma de conseguir mejoras. La revolución, dicen.
Yo sé que no protestan solo por la libertad de expresión. Ni siquiera les interesa mucho saber cómo se articula dentro del sistema jurídico, no preguntan por el criterio de persecución de delitos en la fiscalía, no se informan sobre la tipificación o las figuras reforzadas institucionalmente. En resumidas cuentas, les da igual el origen del problema. Lo que quieren es ser tenidos en cuenta porque no comulgan con las consecuencias. Quieren desfogar la rabia de esta supresión de derechos histórica que es el caldo de cultivo para la apatía generalizada. Quieren dejar de sentirse un chiste al ver las noticias, quieren reflejarse en algún político; en lo que sea. No, no son afines siquiera a Pablo Hasél, no les parece un gran artista. Pero sí temen ver silenciados a aquellos creadores y librepensadores con los que concuerdan. Les da miedo cómo el grande, el poderoso, sale de rositas mientras ellos se van empequeñeciendo. Cómo nos lo van quitando todo.
Eso es lo que ocurre en las calles, y esto no es un retrato intelectual sino puramente emotivo. Hay que empatizar con ello para entenderlo, me parece.
La metáfora del contenedor es la gente, el pueblo llano, todos estos sinnombres que somos, decepcionados y abatidos porque nadie nos escucha; saliendo a la calle a quemar su propia mierda y la mierda ajena. Le prenden fuego como quien se apaga un incendio de encima con el extintor y poca broma. Salen, desquiciados, a verse reflejados en ese crepitar. Destruyen lo que pillan, y ahí no hay sistema que preserven, ahí solo buscan eso: el caos. Es rabia, rabia pura. Y debajo, como digo, tristeza e incomunicación.
El Derecho y sus vías democráticas se crearon para fomentar el diálogo y elevarnos de categoría; de la más animalesca a una donde primara el raciocinio. Pero el clima que vivimos es de todo menos lógico, ha dejado de ser coherente. Si no nos salva el gobierno a cargo, ¿quién lo hará? No tiene sentido destruir así la mierda que generamos porque mañana habrá que comprar otro contenedor y no lo pagarán ellos, sino nosotros. Todos nosotros, con los bolsillos cada vez más raquíticos. Y volverá a llenarse de basura, de mierda. Es así. La mierda no se quema en su recipiente; se trata y se recicla, con suerte. Pero en el momento del desahogo eso no importa nada. Y los que se muerden los nudillos para no chillar se quedan un poco encogidos al ver la locura desatada; no saben qué opinar ni qué sentir. Y sienten miedo. Igual que el niño que asiste a una pelea agresiva de sus padres, medio oculto detrás de la puerta.
Dicen que ya maduraré y dejaré de ser Ana Rosa, que cuajará este sentido de la violencia, que me haré mayor y entenderé que los reyes son los padres, que los reyes no son reyes, que los raperos no tienen por qué ser artistas, que los artistas son los reyes, que los padres no protegen, que los raperos sí lo hacen, que en ese fuego vamos todos a una, que los destrozos son colaterales, que todo está justificado. Pero yo no me quiero hacer mayor así. No quiero crecer en un mundo en llamas.
Madurar, me parece, es tomar un bando. Y no es el de los manifestantes o la policía, ni siquiera el de políticos o pueblo llano, no es izquierda o derecha o centro. Tomar un bando es decidir cómo se quiere conformar uno, de qué modo afronta lo que ocurre, si cede o no cede a las presiones externas, cómo da salida a sus impulsos.
Y, creo, esta situación está pidiendo a gritos que demos lo mejor que tenemos. Seguramente lo mejor que tenemos no sea el fuego.