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Andrea Tovar

Querido millennial

Sobre el devenir de Instagram

 

@giuliarosa

 

 

Muchas veces, en el breve transcurso de mi larga vida virtual, me han dicho ­—en persona— que soy carne de muchos kas. Así, que «yo soy», como Andrea Tovar; no mi cuenta de Instagram siquiera, que es arroba atovv. Con dos uves. Algunos me llaman de esa forma, incluso: atovv.

Eso significa que merezco miles de seguidores, cuando solo tengo un puñado. Unos mil y pico. Una ka. Me han dicho esto como un piropo; de la misma forma en que antes de la corrección política se halagaba con eso de «has adelgazado» o aquello de «qué bien te sienta el pelo de ese color».

También me han llamado a gritos por la calle: «mira, la influencer», porque me gustaba hacer monólogos en los stories. Ya no los hago. Entre otras cosas, para evitar esos chillidos.

 

La realidad es que a mí me interesaba mucho tener a disposición una cámara para hacer piezas de trece segundos que se borraran a las veinticuatro horas. Qué experimento y qué poco comprometido, ¿no? Y enviar esa info al ciberespacio no podía resultarme más libre y liberador: a fin de cuentas, quién coño eran esos mil y pico nicknames. No los tenía enfrente para ver sus caras de guadafak ni nada parecido.

 

En mi política personal de uso de redes, nunca hice follow para tener un followback. No lamí culos, vaya, y sigo sin hacerlo. No pongo hashtags, en general, y no entiendo mucho de algoritmos o de paletas cromáticas para el feed. Cada uno se gestiona como prefiere y yo lo llevo bien.

 

A todo esto, mi amiga y socia M., que está cursando un máster de publi, ya no en el siglo XXI, sino en el 2021 —agárrense los machos—, me dijo con su ojo experto, que yo reputo y necesito para que me ayude a rentabilizar mi absurdo quehacer caótico, que un issue —una pega— que yo tenía con mi IG era que no vendía nada en concreto. O sea, esta chica qué hace. Por qué posa en fotos, por qué sale sin ropa de vez en cuando. Es modelo o qué. No, no es tan guapa ni está tan delgada. Dice que escribe pero por qué no hay textos tuyos así, de dos frases, facilitos, de esos que pueden compartirse y digerirse rápido, de los que hacen famosos a los poetillas de miles de kas, de esos tipo: «Esta noche/te eché de menos» —quizá esto ya tenga más calidad, ruego me disculpen…—.

 

¡Pero yo tengo web!, le replico a los que se quejan de que no leen nada mío, pero que reconocen pasar rápido cuando ven mucha letra junta. Está en mi perfil, hay un link. Link en bio. También tengo un libro publicado. Y a veces hasta escribo cosas en el apartado de texto, justo debajo de las imágenes…

 

Sin embargo, no cuento nada nuevo si digo que una foto de cara sube corazoncitos y una de culo, ya ni hablamos. Esto es lo que se hace con nosotras, ¡alabado sea el feminismo!

 

En fin. Vengo con todo este rollo porque me dijo M. que si yo era carne de miles de kas, pero apenas cosechaba una triste ka, era precisamente porque mi perfil era «vago». El mensaje que se transmitía con esta ambigüedad era algo así como «hago lo que me da la gana».

Y hoy, leyendo a Zadie Smith en su artículo ‘Generación ¿Y?’, publicado en la recopilación Con total libertad por Anagrama, me he sentido estúpidamente orgullosa de este problema mío de ambigüedad.

 

Como refleja Zadie —pa los amigos, Zadie, porque a mí me cae de lujo—, lo cierto es que la red es falsa; en cuanto que simplista. No podemos manifestar los recovecos de la personalidad ni el intríngulis de las emociones, así que lo reducimos, como sucede en la ficción. De hecho, se está perdiendo la noción identitaria del misterio; eso de que somos indescifrables hasta para nosotros mismos. Yo ni idea. En mi caso, solo exporto. Apenas importo; en las dos acepciones de la palabra. Por eso me sorprendía mucho ese escrutinio tan feroz; que atisbaba cuando recibía mensajes privados con algunas insinuaciones, peticiones de citas de gente anónima o insultos directos. Pero quién coño es este nickname, a ver. Y me contestaban mis allegados: es que tú eres tan coloquial, tan llana, que la gente te habla igual. ¿Ah, sí?, replicaba yo, más chula que un ocho. ¿Es que acaso hablo yo a alguien en concreto cuando subo cosas?

Según mi amiga Zadie, además, este mundo virtual superficial establece muchas conexiones —esa era la máxima ambición de Mark Zuckerberg—, pero nunca importa la calidad de las mismas. A todos esos señores y señoras con tantos kas, lanzo una pregunta: ¿se sienten ustedes más acompañados? ¿Tienen tantos amigos con los que tomar café?

 

Bueno. También saco el tema porque me preocupa sobremanera que la pandemia haya cambiado la guasa de IG, aprovecho para decirlo. Sí, lo siento, pero IG se ha convertido en Twitter. Esto me inquieta. Porque ahora, si no compartes la desgracia de Colombia o la de Cuba, si no denuncias lo de Samuel, si no te haces eco de los caballos pintados, del asesinato de las niñas, de las violaciones del TikToker, eres poco menos que el diablo. De hecho, ya hay incluso publicaciones en ese sentido: si callas, eres cómplice. De esta forma —como no quiero ser cómplice—, anonadada me hallo con una culpa tremenda cada día, —¡yo!, que no quiero ni ver el telediario para que no me revuelva las tripas—, haciendo scroll en busca de la última hecatombe para compartirla en mis stories; para que mi humilde ka sepa a qué atenerse conmigo y no piensen que soy una fascista.

 

Pero, oigan. Un momento.

Bastante mierda está la vida últimamente como para no evadirse un poco. Yo no me meto a Twitter porque no me interesan los hilos de comentarios onanistas ni las discusiones entre trols, ¿tengo derecho? ¿Tengo derecho a la dispersión, acaso? ¿Y por qué tengo que encontrármelo todo de bruces en IG, pero todavía no puedo enseñar pezones?

 

Mi amigo Miki Herranz, que en paz descanse, decía durante su convalecencia que bastante mal estaba todo como para ahorrarnos el humor. «Suficientes escaras», dijo. Y busqué el palabro en la RAE, porque Miki lograba ese efecto siempre con su «trama y tramoya», entre otros; y fíjense que yo era su correctora oficial, qué cosas. «Suficientes escaras, que las hay, de tantos tipos además…». Eso me comentó en una publicación de IG. Nunca conocí a Miki en persona, pero era mi amigo. No mi ciberamigo. Era mi amigo y hablábamos y yo aún sigo en duelo y le echo en falta cada día.

 

Tengo amigos en redes. Las redes me han dado mucho. Proyectos, amigos de verdad como Miki, trabajos, pareja, recomendaciones artísticas. No es este un discurso de vieja prematura que odia su generación. Solo es un llamado a no simplificarnos más que en la propia literatura, a no convertirnos en un eco de lo que se debe hacer o decir. Porque eso, queridos, queridas y querides y queridis, es precisamente lo que hace con nosotros el marketing capitalista.

 

Libertad al pueblo, pero de la de verdad.

Y free the nipple.

 

 

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Sobre el autor

Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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