El otro día desperté con un ligero dolor de cuello que se fue acentuando de forma pasmosa, doblegándome poco a poco, como en una evolución del homo sapiens hacia atrás. A final de día estaba tan rígido que me hallé de pronto en el sofá con la manta eléctrica, incapaz de erguirme por mis medios. Mi novio me abrazó para levantarme, de la forma en que hacían las cuidadoras durante la convalecencia de mi abuela, y lloré compungida, con hipo, igual que una niña cuando no le compran la Barbie esquiadora. Luego me dio una ducha y me enjabonó con dulzura. «Esto llega antes de tiempo», comentamos entre risas.
Esta vez fue el cuello, la semana anterior me dio lumbago. Los pulmones también acusan los pitis y las comilonas no sientan bien. A los treinta muchas cosas cambian.
Obligada a parar, a parar de veras, a celebrar como un hito que el cuello cediera medio centímetro, chutada de relajantes musculares y de valeriana en infusión, masajeándome con la Fisiocrem todo el tiempo, me puse esta peli de portada que se titula All eyes off me y lleva el sello inconfundible del director iraní Hadas Ben Aroya; que hizo previamente People that are not me. Demasiado «me» en los títulos. De él dicen que «sabe retratar la generación millennial como nadie», y su visión resulta aún más desoladora que un dolor de cervicales. Planos largos y personajes vacíos, charlas superficiales en un mundo donde nada importa gran cosa, donde se intuye una ferocidad latente por que algo signifique algo.
Lo peor es que una se reconoce en algunos gestos de los protagonistas. La necesidad de sacar la cámara en mitad de un momento épico, por ejemplo, que podría indicar ciertas dotes artísticas o un hábito nocivo por hacer gala de cada mínimo instante, lo que se conoce como postureo, o, cuando menos, de documentarlo. O esa emoción absurda al ver una actuación lacrimógena de X Factor, mientras vemos desgracias en vivo con los ojos secos.
Hace poco mi hermano pequeño, que ya tiene unos 22, me dijo que todos sus recuerdos sensoriales iban asociados a una edad previa a lo digital. Recordaba el olor del mar, sí, y las algas, pero esa conexión estaba archivada muchos años antes, durante la época en que no tenía que percibirlo todo a través de la pantalla. De cuando teníamos que mirar y ser partícipes, y guardárnoslo solo para nosotros. De alguna forma, esa intimidad se ha perdido. Y se recupera con las duchas de tortícolis, quizá.
Les comentaba anoche a unos amigos de este hermano, que hablaban de los posibles efectos secundarios de la vacuna —«yo me la puse sin pensar», decían; cuando otros alegaban que la cola daba tiempo suficiente para calibrar si ponérsela o no—, que a su edad se creen inmortales. Todos rieron —parecía que había hablado la vieja suprema, una suerte de Rafiki cutre— pero es cierto. Existe, a los veinte, una pasión fiera por la experiencia, una gana de suplir la calidad por la cantidad, un apetito extremo por manifestarse en el entorno circundante y descubrir así, siquiera de pasada, quién es uno.
A los treinta, les confesé, uno ya sabe quién es. En términos generales, por mucho que le pese en ocasiones. Descubrir la propia identidad no es siempre una fiesta de colorines, y uno se resigna con sus defectos y sus incapacidades. Uno es mucho más consciente de los límites. Sabe que no puede girar el cuello de golpe y aprende qué es la paciencia, por seguir con mi símil. Se da cuenta de que cada exceso pasa la factura, puede que pasado mañana y no ahora mismo, pero se termina pagando de algún modo. Uno ya no tiene tanto afán por cambiar el mundo, tristemente, porque ha comprobado lo poco que quiere cambiar el mundo. Advierte que —casi— todo es marketing. Apuesta, en cambio, por una vida sencilla y plena donde uno se traicione a sí mismo lo menos posible, que ya es muchísimo. Recorta en intercambios no recíprocos. Deja de perder el tiempo excusándose o buscando la aprobación general.
A los treinta el dolor duele de veras. Y en contraposición surge, brillante y tímido, el detalle que importa.
Me pregunto si estos millennials que retrata Hadas Ben Aroya encontrarán una transición también, o si se quedarán congelados en la imagen que proyectan. Esa mirada vacua es tan cruel que resulta irreal. ¿Qué hay detrás de esos personajes poco definidos? Todo un universo que no se narra.
Esta noche, por suerte, he dormido diez horas seguidas. Treinta horas después del bloqueo de cuello, he recuperado casi toda la movilidad. Aún me queda poder mirarme los pies, y el ombligo, sin que hiera. Así que he decidido tomarme este día también para reposar y observar, sencillamente, las hojas del patio que se mueven con la brisilla.