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Andrea Tovar

Querido millennial

Ya no habrá más Cortázares

 

Reconozco que aún me estoy recuperando de la lectura. Me tiemblan un poco las manos, veo borroso, me cuesta hablar con la gente de cosas nimias, el corazón brinca con fuerza y me da por crear imágenes al modo Cortázar, obviamente sin conseguirlo. Todo esto ha acontecido cuando se me abría Cronopios como una flor en las manos; y ahora cada imagen me parece burda —«como una flor en las manos…», qué narices es eso—. No me siento digna ni de cubrirle de betún las botas, para que me entiendan. Lo intenté con Rayuela hace unos años, pero no era mi momento. No entendía un carajo. Ahora, con gran esfuerzo, voy desenhebrando las frases que se me enredan, y al soltarse me dan un latigazo de claridad y me dejan así: hecha un ovillo.

Vengo a contarles esto porque ayer había, al modo de los cronopios y las famas, dos millennials y dos zetas en una terraza de bar. Parece el principio de un chiste, pero es la vida misma.

La brisilla se llevaba a malas penas el calor residual y bebíamos vermú rojo mientras manteníamos conversaciones serias. A saber, de arte, de política, de la ley de la calle. Un zeta abrió conversación. Dijo que lo mismo había llegado la hora de resignarse. En el contexto laboral, «resignarse» implica cobrar un sueldo «dentro del sistema». Ergo, asumir que lo que nos dará de comer no nos gusta —que ha sido el caballo de batalla millennial por antonomasia, eso de dedicar ocho horas al día cinco días a la semana, como mínimo, a alguna actividad que nos satisfaga; ergo de nuevo, batalla perdida—.

Hasta ahí, conforme: también yo he degustado las hieles de esta profesión que no tiene siquiera nombre, donde se reciben censuras, escupitajos, ceros bancarios y despidos sin contrato a partes iguales. A mí también me va apeteciendo, no sé, tener una fuente de ingresos fija y que el suelo deje de tambalearse bajo mis pies en algún momento. Yo también me planteo, para concluir, meterme aún más en el sistema y quizá recibir una nómina, y quizá hacer planes, y quizá…

Todo eso.

La cosa, le decía al otro millennial, es que ellos han dado la batalla por perdida antes de librarla siquiera. Nosotros nos vamos frustrando, pero ellos llegan ya frustrados de primeras. Es posible que eso comporte un ahorro vital de sufrimiento increíble, pero también de gozo experimental.

—A fin de cuentas —terciaba el zeta, partidario de la cultura—, no se puede esperar que un trabajo que no es productivo genere rendimiento.

—Es alimento para el alma —contestaba el otro millennial— y como tal debería contemplarse en el propio sistema.

—¿Y cuál es el criterio para subvencionar artistas, si no es objetivo? —inquiría el zeta restante.

—Con un comité de expertos —aducía yo.

(Me basaba, para ello, en el modelo finlandés ya existente en la segunda posguerra mundial que aparece en la película Tove, muy recomendable, por cierto).

—¿Y si dejaran fuera a los más aptos por ineptitud suya? —respondía, justamente, el primer zeta.

—Pues se buscarían las mañas. Un pintor pinta aunque le sangren los dedos. Sin embargo, estaría bien abrir algún camino —aduje yo.

Y los millennials nos fuimos en ese punto de la charla, porque ya era medianoche y yo trabajaba a las ocho la mañana siguiente y el otro a las ocho tenía que seguir opositando.

 

Qué pasará, le decía al millennial en el coche; qué pasará si se sigue publicando a los súper ventas, o por criterios de selección de corrección política. Si los nuevos talentos no pelean, si todos pensamos solo en utilidades, si concluimos de veras que el alimento es solo aquello que sacia el rugido de estómago. El artista lo es aunque sangre, dije yo; a veces muy a su pesar. Todos quieren proclamarse artistas, pero a la pregunta: «si pudieras dedicarte en exclusiva a tu arte a partir de hoy, solo hacer eso, desgañitarte concibiendo personajes o imaginando colores, pasar las horas en soledad fructífera o no, someterte al escrutinio público, al fracaso; y conocer también la gloria de la creación… ¿firmarías?», tú, ¿qué respondes?

No sé. Para crear hace falta tiempo y tranquilidad. Y, más que nada, ilusión de hacerlo.

Cortázar me contaba hoy, a mí en exclusiva, callada y convulsionando frente a su libro —que no solo es «travieso» como lo calificaba Vargas Llosa, sino profundamente revolucionario—, que «quizá sea el diablo quien dice estas cosas, y quizá tú te las crees porque te las dice un rey».

Me pregunto, si todos nos creemos a los reyes, en definitiva, si gozaremos de susurros de otros Cortázares en el futuro, o si el capitalismo salvaje se los habrá zampado también para entonces.

Confiemos, pues, en la sangre de los artistas verdaderos; sean millennials o zetas, pero siempre cronopios y nunca famas. Aunque les sangren los dedos.

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Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


agosto 2021
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