– Tienes que meterte en Tinder, de verdad. Es como un catálogo humano… un catálogo de personalidades.
Escuché esta frase, con variantes, en al menos tres ocasiones la semana pasada. Un catálogo humano. Vaya. Con estas aplicaciones, conocer a alguien nuevo y, si se desea, mantener relaciones, es más fácil que pedir una hamburguesa a domicilio.
Mis bisabuelos se fueron de viaje de novios a La Encañizada del Mar Menor. Mis abuelos, a Sevilla. Mis padres, a Madeira. Mis amigos recién casados, a Vietnam, Laos y Camboya. La primera de estas generaciones no podía elegir destino, casi ni pareja. Murieron juntos. Más o menos igual los segundos. Los terceros se casaron y tuvieron hijos antes de los treinta y ahora se divorcian en masa. Los cuartos… algunos se casan, otros no, o tienen hijos antes, no los tienen en absoluto, mantienen relaciones abiertas o cerradas, con distintas inclinaciones sexuales o siempre la misma. En una frase: el **** de la Bernarda.
¡Es que el mercado se ha abierto! En El amor en los tiempos del Tinder, ay Florentino Ariza, aún más fácil te habría resultado seducir a todas esas mujeres mientras esperabas a tu Fermina Daza. Pero en esa película de nuestros días… ¿habría una Fermina Daza, una media naranja casi predestinada?
El «felices para siempre» de Disney es un rollo macabeo para muchos. Un rollo macabeo es algo muy largo, enrevesado, tedioso. La expresión viene de los libros I y II de los Macabeos, en la Biblia, que eran muy áridos de leer. Que no es que no exista -el amor para siempre, digo-, que puede haberlo, pero como que no parece muy probable en nuestros días, ¿no? ¿Cómo hemos llegado a este descreimiento de las moralejas de La Cenicienta, Blancanieves y hasta Shrek?
Una vez pregunté a mi abuela si no le apetecía estampar a mi abuelo a veces. Me dijo que sí: «¡ya lo creo! Pero si un día no me rozaran sus pies al ir a dormir a la cama, no sé qué haría». Jo. Eso da ganas de llorar, ¿no? ¿O solo a mí porque es mi abuela? ¿No, verdad? Entonces, ¿qué pasa aquí? ¿Qué es lo que no funciona? ¿Por qué esa meta ha dejado de serlo, o parece imposible de alcanzar?
Deseosa de feedback, lanzo la pregunta al mundo a través de Instagram y de Whatsapp, y a algunas personas a viva voz. Obtengo, en total, veintinueve respuestas. Estos son los resultados. A la pregunta «¿Qué es el amor?»:
El común denominador de estos colaboradores míos es que ninguno de ellos está casado, y todos tienen –salvo error- menos de treinta años. Erich Fromm (autor de El arte de amar, Paidós, 1959) les diría que sus definiciones -excepto las de guasa- son representativas de la fase de enamoramiento, pues se corresponden con las sensaciones provocadas cuando las barreras entre dos personas se derrumban: excitación, ilusión…; y el abandono y la pérdida. Los vaivenes emocionales típicos de la montaña rusa, en definitiva. Sigamos.
Esta última fracción de los participantes en la encuesta están o han estado casados. Erich Fromm podría informarles de que el éxito de sus matrimonios radicará en la capacidad de redescubrirse mutuamente cada día, tarea que exige una profundización personal también. Es decir: para que la relación se mantenga viva habrá que prolongar en el tiempo ese estado primigenio de «enamoramiento», de caída de barreras, que surge al ir conociendo y conquistando territorio del alma de la pareja, y para ello es necesario que esa persona siga ahondando en sí misma también, sin descuidarse.
Empero, no conviene que olvidemos los factores externos: estamos en los tiempos del Tinder, ya nadie se va de luna de miel a La Encañizada del Mar Menor (bueno, quizá algún sueco le encuentre el atractivo, pero ningún español). Ahora las personas conforman un catálogo digital y además pueden materializarse en cualquier momento en tu casa. Como una sabrosa hamburguesa, puedes consumirlas y tirarlas. Fast food. El problema de estas aplicaciones –y de la industria del ligoteo y del amor: los bares, los realities como First Dates, la cultura de Meetic, eDarling– es que dificultan mucho que el sujeto en cuestión pueda concentrarse sobre una sola persona. Y que, por la variedad del buen catálogo, a la más mínima tara sea fácil deshacernos del ejemplar.
Antes, en los tiempos de La Encañizada o de Sevilla, el amor respondía al concepto de voluntad. Ante la posibilidad escasa o nula de elección, y por supuesto de quebrar los votos, había que aprender a amar al otro. Encontrar en esa persona un representante de la Humanidad, y a través de él amar al prójimo, desde un punto de vista global y abstracto. Eso dice Erich Fromm.
Luego, en los tiempos de Madeira, la gente se casaba rápido, inexpertos ellos, con las parejas de la adolescencia, y lo hacían para conseguir la libertad que en la casa familiar se les negaba. Ahora algunos, llegados a los cuarenta o cincuenta años, deshacen los vínculos y se reparten los bienes, porque se dan cuenta de que la vida es breve y de que no les apetece consumirla por entero al lado de esa persona, por una razón o por otra -infidelidad o infelicidad, ejem-.
En los tiempos del Tinder -y de Laos, Camboya y Vietnam-, no hay motivos específicos para casarse, a priori, o al menos funcionalidad del sacramento u operación legal, y si uno lo hace es porque le apetece, y si no, no lo hace. Y si tiene pareja bien, y si no pues nada. Y si tiene una para toda la vida genial, y si no, pues vale. Ahora el concepto de amor tiene que ver con la búsqueda de características concretas en el otro. Con ver qué personalidad y físico del catálogo nos cuadra mejor, según preferencias. La búsqueda puede ser infinita. Pero… ¿hay que decidirse por alguien eternamente? ¿Quién puede asegurar una cosa así, en los tiempos del Tinder?
Que es verdad que lo del «felices para siempre» a veces es un rollo macabeo, porque hay parejas de La Encañizada o de Sevilla que han estado juntas hasta el final, pero quizá no tan felices, sino aburridos, cansados ya de vivir. Que mi abuela quiere mucho a mi abuelo y le gusta que le roce los pies cuando se va a dormir, pero lo mismo han tenido suerte. O lo mismo han aprendido a amarse porque se han tomado el tiempo para hacerlo –sin salida, qué remedio, ¿no?-. Lo ideal, quizá, sea caminar juntos sin más, sin imposiciones ni expectativas muy restrictivas, y disfrutar del paseo consciente, controlando el rumbo para que no deje de ser el deseado, independientemente de hasta dónde se llegue.
Ya no sería un «felices para siempre», sino más bien un «felices por ahora» y «si es para siempre, lo veremos en las próximas entregas»… Aunque de estas no hay casi, ¿verdad? ¿Quién sabe cómo le fue a la Cenicienta, o a Blancanieves? -Shrek sí que se debate en un momento dado entre su vida de ogro soltero y el matrimonio con Fiona, pero claro, Shrek no es de Disney, sino de DreamWorks-. Bien pensado, es normal que la conclusión general de Disney sea un rollo macabeo. En Disney las pelis siempre acaban cuando los protagonistas se casan.