Septiembre. Del latín september, setembris, derivado de septem. Siete.
Es nuestro noveno mes, pero el séptimo en el calendario romano. En siete días Dios hizo el mundo y el último descansó. En nuestro mes séptimo, aunque noveno, nadie descansa. Más bien vamos desperezándonos lentamente, preparados para la siguiente ración de año.
El año no empieza en enero. Eso es mentira y todos lo sabemos. Nadie cambia en enero, enero está ahí, encajado en mitad del calendario hábil. Cuando llega la Navidad ya llevamos unos cuantos meses de rutina, y cambiarla solo porque hayamos tirado confeti y comido un puñado de uvas regadas con vino no tiene ningún sentido.
De hecho, en turco, septiembre es eylül, y en sirio, aylûl significa uva. Ahí lo tienes. Las uvas se toman de verdad este mes. Por su parte, en Eritrea y Etiopía, las lenguas amhárico y tigrinya denominan septiembre como meskerem, porque es cuando florecen las plantas amarillas homónimas, y tal acontecimiento es el que, según los antiguos calendarios cristianos ortodoxos, marca el comienzo de la temporada de grandes cosechas en ambos países, y por tanto, el Año Nuevo.
La gente, las cosas, cambian en septiembre.
O no cambian en absoluto.
Los hijos de este mes son virgo, con los pies en la tierra, gente práctica, leal y estable. Gente concienzuda, como es necesario para volver a la vida real. Con el último virgo, el 22 de septiembre, nacen el otoño y algunos libra, más sociables y comunicativos. Signos de aire para traer en un soplo la siguiente estación. Los finlandeses se centran en el comienzo de algo nuevo para nombrar septiembre: syyskuu, «mes de otoño».
Son solo treinta días, pero contienen un universo evolutivo. Por su parte, en la cultura nipona, septiembre significa «mes largo». Septiembre es un mes que contiene el mundo entero. Es una lenta transición del calor al frío, al menos en el hemisferio norte. Si estás en el hemisferio sur, tu lee este post en marzo. Aunque en cualquier caso, sentirás el paso del alborozo a la cotidianeidad en septiembre. Es el mes que contiene el final de algo importante y el principio de algo igualmente importante. Septiembre es un relato circular, con la moraleja clamando tan alto que es imposible desoírla.
¿Cuál es la enseñanza?
Pues esta: septiembre es el mes que te revela si te gusta tu vida o no. Es el mes de esnifar los libros nuevos, de forrarlos, de poner tu nombre en ellos. De comprar abrigos y etiquetarlos también para que, si se te olvida en el recreo, alguien pueda ir a devolvértelo. Es el mes en el que empiezas curso, y eso ha sido así durante la friolera de veinte años de tu vida como mínimo. No puedes evitar tener esa sensación de vuelta al cole cuando metes el bañador en la maleta. Si te dan ganas de aferrarte al gemelo de tu madre y llorar… es mala señal.
Sin embargo, ya no eres un niño. Ahora puedes elegir. Tomar decisiones.
Este es el mes elegido para hacer transiciones más o menos drásticas. Empieza la universidad, las becas Erasmus. Es el mes de las mudanzas, cuando más oferta de pisos hay en Idealista y Fotocasa. La gente se va a otro sitio. Cambia de ciudad o de hogar, y en el primer caso, de las dos cosas a la vez. Septiembre es el mes de las aventuras, porque deriva del latín septem, y como séptimo día, ya se ha creado un mundo. Sin embargo, una vez creado, hay que romperlo para volver a nacer, y la mayoría lo hace en septiembre. Como decía Hermann Hesse: «El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. Quien quiere nacer tiene que romper un mundo».
Otros, en cambio, se sienten felices, relajados. Con ganas de ver a sus compañeros, de abrigarse con la chaqueta o usar calcetines otra vez. Es gente que se desahoga en las horas de oficina, que disfruta de verdad de ese conjunto de detalles que conforma su día a día: el café con leche y las tostadas con tomate, un vistazo al periódico, la charla con el portero, pasear al perro al volver. Solo esos, los de la paz de espíritu, los que están sonriendo en pleno septiembre, conocen el valor de las pequeñas cosas como el poeta William Carlos Williams. De la habitualidad y su deleite brota la poesía con la misma intensidad que de las experiencias extremas, si acaso con mayor delicadeza y profundidad. De hecho, no te lo he dicho todavía, pero en checo septiembre significa algo parecido: «brillo». Září.
El mundo brilla o no brilla en septiembre, y es momento de romperlo y crear uno nuevo o no.
Septiembre es el mes largo según los japos, ya sabes que los japos lo saben todo mejor que nosotros, que al fin y al cabo hemos colocado septiembre en la novena posición cuando es el mes siete. Hay un mundo contenido en septiembre, que amanece con un sol radiante y va barriendo el exceso de calor con ligeras brisas, para acabar entrando en una tarde en la que anochece antes, como recalcan los finlandeses. En ese micro-cosmos hay un principio y un fin marcado que todos sentimos por dentro, porque es el Año Nuevo real, como recuerdan en Turquía, Eritrea y Etiopía. Este sentimiento es universal, estés en el hemisferio norte o en el sur. Incluso en conflictos globales llegaron a ese acuerdo tácito: la Segunda Guerra Mundial empezó y acabó en el mes de septiembre.
Este es tu enero, hazme caso. Es hora de cambios, si hay que hacerlos. Es hora de congratularse por las decisiones tomadas, en caso contrario. Es hora de atreverse a ello o de recostarse en la plácida cama de la vida bien construida.
En cualquier caso, es hora de abrirse como una flor al nuevo o viejo mundo. Así que ya sabes: déjate caer y renueva el entorno, porque es tiempo de rujan, en croata, que significa «mes rojo», justo por el color de las hojas caducifolias antes de caer de los árboles. O conviértete en flor calluna y saluda el mes floreciendo como ellas de pleno, como recuerdan los polacos con el término wrzesień.
Septiembre de flores. Que caducan y brotan.
Septiembre de cambios. Septiembre lento.
Septiembre de uvas. Septiembre de otoño.