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Andrea Tovar

Querido millennial

Primera pregunta: ¿Cómo suena tu voz?

«Sed vosotros mismos», del libro «Todos los hijos de puta del mundo» de Antonio González Vázquez, Caramba, 2016

«Sed vosotros mismos», del libro «Todos los hijos de puta del mundo» de Antonio González Vázquez, Caramba, 2016

 

Nos sorprende que ahora la gente esté tan perdida. Que se consuman en masa libros de autoayuda con recetas para el alivio de espíritu. Que nadie sepa bien cómo relacionarse con la propia vida. Nos extraña, pero no debería. ¿Acaso se nos da permiso para ser, en las tiernas edades en las que las preguntas van tomando forma de manera natural? ¿Nos animan a investigar las respuestas, a profundizar en la creatividad, a trabajar con nuestro propio universo de conceptos e inquietudes? Los adultos parecen haber llegado a la conclusión de que el alma de un niño no es escenario de tales representaciones. Les trabajan la memoria y la mecanización para que puedan producir, si acaso con un mínimo -muy mínimo- de cultura. Por supuesto, nada de detenerse en el pasado reciente, nunca hay tiempo para analizar el siglo XX en Historia ni en Arte ni en Literatura. Quieren loritos que almacenen datos sin ton ni son y sean capaces de vomitarlos en un papel.

Un niño es una olla en ebullición de ideas. Fíjate si no en los de siete u ocho años. No dejan de preguntar en bucle «por qué», y «eso por qué», hasta que llega un punto en que enmudeces y ya no sabes qué más decirles y los dejas insatisfechos. Los niños aplican el método socrático sin tener ni puta idea de quién era Sócrates. Eso deben saberlo los adultos. Lo que pasa es que quizá les abruma tanto ímpetu, no saben qué hacer con él. De este modo, los niños acaban aplatanándose bajo una pila de tareas repetitivas. Olvidarán la mayoría de fórmulas y de conceptos, como harán luego con las noches de fiesta el día de resaca.

Nadie debería tomarse a la ligera el hecho de tener un infante a su cargo. Ahí, en sus cuerpecitos, está contenido el germen de un universo propio, y según cómo le enseñen a manejarse por él, les acarreará más o menos peso su existencia.

Hay varios tipos de docentes, porque hay varios tipos de personas. Algunos de ellos son extremadamente peligrosos, y otros son gloria bendita. Como en todo. Recuerdo que había una monja que, cuando me disponía a interrogarla con mis dudas sobre Dios, se adelantaba y me soltaba «venga, la atea, qué tienes que decir ahora». Era una mujer encantadora, muy divertida, pero no sanó las heridas que me afligían por aquel entonces, cuando empiezas a despertarte de manera natural. Ya no encontraba consuelo en el rezo, de pronto, y quería alguna pista convincente de los supuestos sabios que pudiera encarrilarme en el camino de nuevo. O mejor aún, conducirme por una senda de reflexión propia sin angustia y esa sensación de abandono. Ella repetía lo de siempre: «Dios es bueno, Dios nos quiere, Dios está con nosotros». Yo espetaba:

—Pero si Dios es bueno y nos quiere y está con nosotros, ¿por qué no es bueno ni quiere ni está con los niños que se mueren de hambre en el Tercer Mundo? ¿Por qué me quiere más a mí que a ellos?

Y ella contestaba, entre risas:

—Ya estamos, la atea, ya estamos con tus preguntitas.

Es verdad que están esos otros maestros. Estoy pensando en una, en particular, Luz. Era monja ella también, enseñaba Lengua y Literatura. No se limitaba a cacarear la lección, sino que supo inculcar, al menos en mi espíritu tierno, las grandes cuestiones. No conformarse con cómo están las cosas, buscar soluciones, contribuir a través del Arte. Me presentó a los que usaban la pluma -antes y mejor que yo- y sus combinaciones brillantes de palabras, las auténticas revoluciones que el verso y la prosa pueden suponer, en una mente primero, y así, en un colectivo. Me enseñó que con un trozo de papel puedes hacer grandes cosas. Me abrió la puerta de un mundo de frases simples, coordinadas, subordinadas, donde cada palabra cumplía una función y se unían en unidades superiores para dotar de sentido un pensamiento.

Si hablo de estas dos profesoras no es por soltar batallitas de viejo. Es que, sencillamente, hay gente que te anima a buscar y gente que no. Y cuando bullen las señales de interrogación dentro de uno mismo, hay que llevar mucho cuidado de no pegarse a los segundos, porque sea por miedo o por costumbre, vedarán todas las vías secundarias y te encontrarás con que solo se puede recorrer una autovía, ya muy transitada. No es así. Los que se han tomado la molestia de escuchar sus preguntas propias con paciencia lo saben, y por eso respetan las ajenas y les guían sin imponerles nada. Antes de abortar la personalidad de un niño, de un joven, de un adulto o de un anciano incluso, se preocupan por contribuir con ese parto, sin prisa y sin presiones, pero alegres en secreto de que otro ser humano esté a punto de nacer de verdad.

En este discurso de Leonard Cohen al recoger el premio Príncipe de Asturias, el músico agradece profundamente a España por haberle provisto de las dos cosas que necesitaba en su carrera. Una era el instrumento, la guitarra. La otra, que aquí me interesa, es la voz. Federico García Lorca le dio permiso, al gran Leonard Cohen, para tener voz propia. No para que imitase la suya o se convirtiera en una copia de alguien, sino para investigar dentro de sí y ver qué tenía que aportar y de qué maneras.

Tristemente, hoy en día hay que ser valiente para despertar a uno mismo. De pequeños carecemos de la conciencia necesaria para saber quién coopera y quién hace daño, más allá de las sensaciones que nos deja uno y otro trato humano. Corremos el riesgo de ser adoctrinados en una forma única de pensamiento, de ser amansados. Por eso, las preguntas propias, tan sanas y tan deseables, empiezan a molestar, y al tratar de acallarlas las acabamos somatizando, y nos ahogan, y nos despiertan por la noche, y nos ponen un nudo en la garganta. Ese es el motivo de que parezca que pensar duele, o que es peligroso. Esa es la razón por la que parece tan valiente quien aún osa cuestionarse algo, y obviar las señales luminosas que indican lo contrario.

«Peligro, peligro».

¿Te cuento un secreto?

No hay peligro.

El peligro es morir sin haber parido ninguna pregunta. Sin saber cómo suena la voz propia al responderlas.

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