Los hombres están hartos. Una buena parte de ellos, al menos. Que si feminismo por aquí y que si feminismo por allá. Que si vestidos negros, que si rosas blancas. Que si discursito, que si mi cuerpo es mío, que si fuera el amor romántico. Que si hay que combatir la histórica opresión del heteropatriarcado. Que si tal y que si cual.
Encienden la tele y ahí está: feminismo por doquier. La apagan, y ahí sigue. Hacen una broma típica sobre roles de género –hombres tontitos, con una neurona, y mujeres mandonas que solo sirven para limpiar- y les saltan a la yugular. En el bar, si invitan a una copa o piropean a una chica, son unos acosadores.
Los hombres tienen una mezcla de sentimientos respecto a este feminismo tan persistente. Por un lado, censuran la violencia categóricamente y les duele que les salpique el ácido de conductas ajenas, de ese sector de población enajenado. Por otro, temen el nuevo orden, lo intuyen tiránico. Si hay que controlar las palabras y actos, pasarlos por un filtro previo antes de soltarlos, ¿no será acaso una señal de que estamos retrocediendo en derechos y libertades, al contrario de lo que creemos?
Con este aire totalitarista y de censura, a menudo a las feministas se les sustituye el sufijo por el «nazis». Aparecen como una panda de mujeres alteradas con falofobia, siempre mechero en mano dispuestas a quemar los símbolos de opresión, reivindicativas y agresivas, dejando crecer la melena libre en axilas, piernas y otros sitios. Casi se espera de ellas que escupan como los vaqueros del viejo Oeste y que se pasen a la otra acera, no por inclinación sexual, sino por simple repugnancia de lo que hay en esta.
Los hombres temen un futuro repleto de este tipo de mujeres, porque ellas les son hostiles y además, no les atraen para nada sexualmente. Y eso sería un problema, por supuesto, porque para que la especie se reproduzca tiene que seguir habiendo química entre los sexos. Esa es la causa, también, de que otras tantas mujeres teman autoproclamarse «feministas», y sostengan, en cambio, ser partidarias de la igualdad del hombre y la mujer. Como si fueran cosas distintas.
Es desinformación. Según la RAE, el feminismo es el movimiento que busca equiparar los derechos de ambos sexos. No es, ni mucho menos, la supremacía de las mujeres. De hecho, si somos claros, hasta Simone de Beauvoir exponía esto en su ‘El segundo sexo’: los hombres y las mujeres no somos iguales, nuestras fisionomías son bien distintas, y posiblemente tengamos maneras de abordar el mundo que difieran. Sin embargo, la igualdad de derechos no estriba en tratar a todo el mundo con el mismo rasero. «Si doy una palmada en el culo a mis amigos para saludarles, ¿por qué no puedo hacer lo mismo con las chicas? ¿No queréis igualdad?», decía un amigo hace unos meses.
Igualdad de derechos es otra cosa que debe regularse legislativamente, para corregir la brecha salarial, por ejemplo, o el régimen de maternidad; y adaptarse en la sociedad para que el trato entre las partes implicadas sea cada vez más cómodo. El punto del feminismo no es otro que este: que por nacer mujer una no deba sufrir más humillaciones, actos de violencia, sacrificios o injusticias de cualquier tipo.
Pero feminismo no es solo eso. También implica que los hombres se liberen de la tremenda carga que se adosa a su género desde bien temprano. «Los chicos no lloran». «Vamos, sé un hombre». «¿Qué pasa, que no sabes colocar la bombilla?». «Vaya un nenaza». «¿Por qué te ocurre eso, es que no te gusto?». «Llévame las cosas tú, que eres más fuerte». «Invitas tú, ¿no? Que yo soy la chica». «Él no se entera de nada, ¿no ves que es un hombre? No sabe hacer dos cosas a la vez». «No, esta noche hay entrada gratis para las mujeres, los tíos pagáis». «¿Tu mujer gana más que tú? ¿Es que no te da vergüenza?». En un mundo sin feminismo, la mujer puede quedarse cómodamente tumbada en la cama sin hacer nada y que todo el peso recaiga en el chico. Y que, cuando él falle, la culpa sea íntegramente suya, y el hundimiento del orgullo de hombre resulte justificado y avalado por la sociedad.
Sin embargo, el camino hasta otear el nuevo horizonte no será armonioso. Cuando se quiebra una superficie, nunca hay calma total. Habrá que repetir muy mucho ciertos conceptos que hasta ahora no se han recalcado. Habrá que corregir el trasfondo machista que subyace a ciertas situaciones cotidianas: que las chicas recojan la mesa mientras los hombres conversan, o las faltas de respeto en el mundo laboral. Habrá que estar pendientes y decirlo, porque ¿qué otra manera hay de cambiar las cosas si en el día a día todo sigue igual? ¿Cómo se produce un cambio si las bocas no se abren?
Y cuando caiga el telón habrá mujeres con vello, sí. Quizá entonces no resulte repulsivo a tantos porque los cánones de belleza hayan cambiado y no se imponga un deber estético tácito a las mujeres. Para ese momento ellas no serán consideradas unas feminazis, y puede que sus novios ni se fijen en sus axilas. Y, a cambio de estas y tantas otras cosas, él podrá llorar y dejarse mantener económicamente por ella en una mala racha.
Esta es nuestra revolución, decía el otro día una amiga. Pero no es solo nuestra, de las mujeres, sino de todos. El próximo 8 de marzo es el día Internacional de la Mujer y es más que eso. Es un día para marcar posiciones en el movimiento, y, con suerte, para darse cuenta de que si falta la mitad de la población, la otra mitad está incompleta.
Cualquiera de las mitades.