Si estás más perdido que Caperucita en el bosque y no sabes qué va a ser de ti el mes que viene –ni digamos dentro de treinta años-, si no te alcanza para comprarte una Double Cheeseburger y tu padre sigue hablándote de tu plan de pensiones, si eres víctima de la nueva explotación laboral y matarías por ser el pardillo que lleva los cafés en lugar del que se come los marrones a cuatro euros la hora, si tu único patrimonio es la Play Station o las Lelly Kelly de la infancia y el reducto de casa que tus progenitores llaman «tuyo» pero luego reivindican para sí cada vez que dejas un calcetín sucio en el suelo, si en el armario tienes trajes de chaqueta y faldas de tubo junto a sudaderas de Mickey Mouse, si aún no sabes si es que todos tus amantes son horribles o es que te estás poniendo exquisito y vas a acabar vistiendo santos, si conoces el nombre de, al menos, tres ansiolíticos y tres drogas de diseño; es oficial, amigo.
Bienvenido a nuestra generación.
—Estamos todos igual —es la frase que más oigo y digo entre pimpollos de esta edad.
¡Igual de confusos! Papás y profes nos educaron para la estabilidad y el mundo se tambalea un montón. Que podríamos ponernos un casco y unas rodilleras y disfrutar de los vaivenes, porque en el fondo hasta nos va un poco la marcha. Mientras que no nos den náuseas, claro.
¿Qué nos da más vértigo? ¿Una vida estática o el desconcierto perpetuo agarrado al estómago?
Hasta ahora, todo el mundo era igual. Hay pocos ejemplos cercanos de adultos felices a rabiar en su trabajo. Lo de «a rabiar» suena infantil, nadie es feliz cuarenta horas semanales. Pero tampoco nadie debería sufrir cuarenta horas semanales. Y refunfuñar y hacer del mundo un lugar gris. Nadie debería morirse sin conocer, al menos, una vocación o un amor de su vida. Sin sentirse útil de la manera particular que solo él puede aportar en sociedad.
Estos seres grises son los que suelen meter prisa. «Colócate», ordenan, en el sentido del plan de pensiones, no en el de las drogas de diseño. «Deja de hacer el tonto y sienta la cabeza». Y yo siempre imagino mi cabeza en el reposaculos de una silla, y entonces tengo la sensación de que jamás maduraré.
Tanta prisa, tanta prisa. ¿Para qué? Para fosilizarse rápido en un lugar y con una compañía –amorosa, de seguros, bancaria, de la luz y el gas-.
Seres grises: tenéis miedo a equivocaros, y tratáis de contagiarnos vuestro pánico. El error, en cambio, es creativo. Es la base del crecimiento. Sin errar no se acepta por completo la responsabilidad de ser uno mismo. Mientras no se yerre en primera persona, se sigue acatando el mandato ajeno, de seres grises o de colorines, da igual. El verdadero maestro no impone sus opciones de vida, sino que deja libertad al pupilo para que investigue las suyas.
Delegar la tarea de descubrirse a uno mismo, sumido en el caos del movimiento, probando y fallando, y acertando y cambiando de nuevo; no es posible a largo plazo. Los seres grises se hacen grises, no porque su vida sea objetivamente un truño, sino porque no han elegido con conciencia nada de lo que figura en ella. Y no se conceden, eventualmente, la opción de tomar otro rumbo.
La principal causa de esta subordinación a otras voces es, cómo no, el miedo. Esta vez, uno distinto: a la soledad y al rechazo. «Si me quedo aquí, pegadito a ellos, quizá me camufle y puedan amarme». En muchas ocasiones, el amor ajeno parece compensar el respeto por uno mismo, ese gran desconocido. Porque papás y profes, en muchas ocasiones, ni siquiera nos lo han presentado.
Amigo generacional: no temas. Estar perdido es una constante.
Externamente, darás tumbos sin parar. Tendrás veinte trabajos más que tus ascendientes, y te habrás acostado con el triple de personas que ellos al final de tu vida. Eso no es un problema en sí mismo. El problema es que mantengas obsoleta la pirámide de valores si te va el movimiento. No hagas una casa anti-seísmos. Conviértete en una casa para ti mismo. No recojas todos los consejos ajenos. Escúchalos, sonríe, déjalos ir y hazte caso. Y cuando el sistema te joda -siempre o casi siempre-, tómate unas cañas, desahógate y persevera.
Aunque no lo sepas, eres valiente. Puede que te percibas como un ser incongruente que, si gana dinero, tiene la sensación de haber vendido su alma, y si no lo gana en pos de una profesión ideal, es poco menos que un parásito incapaz de alzar el vuelo. Puede que te encuentres en algún país remoto y llores por Skype al hablar con tu madre. Puede que lleves dos años cobrando cien euros de becario, sin expectativas de otra cosa. Puede que no hayas tenido ganas de cruzar tres palabras con ninguna de tus últimas diez parejas sexuales. Puede que nunca hayas visto cuatro cifras juntas. Puede que vivas con tus padres o con cinco compañeros de piso insoportables. Puede que te estén aconsejando congelar los óvulos ya aunque tú ni siquiera seas diligente todavía con tu propia menstruación; o empezar con el bótox preventivo cuando compras la hidratante más barata del Mercadona. Puede que te emocione el matrimonio de tus abuelos y que te dé angustia al mismo tiempo.
Pero no temas.
Está bien ser así. No tengas prisa por cambiar y convertirte en otra cosa más aburrida.
Bienvenido.