La ciudad se despereza en kilómetros de asfalto y exhala bostezos de dióxido. Parece desconocer la guerra que está fraguándose en el corazón del callejero. La nueva Milla de Oro, ahora propiedad de Inditex, reúne batallones especializados que doblan, colocan, etiquetan y se preparan para la avalancha de mercenarios en busca y captura de las codiciadas pegatinas rojas.
Adhesivo tras adhesivo sobre el precio original se enardece el fervor hasta alcanzar un clímax insoportable, los dependientes de Inditex lo saben. Ya han padecido antes los efectos de este narcótico sobre las gentes: el mantra adrenalínico de la música machacante, los colores vivos de las prendas, el dinero contante y sonante que arde en el bolso. Al pueblo se le rotan los ojos en las cuencas, no ve nada porque quiere verlo todo, y esa visión periférica excluye a otros seres humanos.
En la barra de un bar, una encargada del conglomerado Inditex se lamenta con antelación por lo que le espera y me cita a primera hora de ese viernes negro. Acudo puntual, pero nunca llego a verla; la han encerrado en el almacén. Secuestrada. Aprovecho para pasear como un bicho raro, libreta en mano, como quien va a estudiar al zoológico; y encuentro un maniquí que me manda a fuck off con un gesto de manos. La guerra está a punto de desatarse.
Empieza a llegar, en goteo, el arsenal invitado. De origen y edad variopintos, confluyen en áreas semejantes de las tiendas –normalmente, aquellas que resaltan en rojo sangre-. En cuanto el volumen y la afluencia suben, abandonan los valores cívicos. Dejan de recoger una camiseta que han tirado sin querer. La tiran directamente. Rondan a un adversario que mariposea alrededor del top ansiado. Lo abordan sin miramientos. Meten la mano en diagonal, plantan cadera, hacen placajes dignos de la Roja en sus buenos tiempos. Las tácticas de defensa y ataque ya las habría deseado para sí Hierro ayer.
Hubo un tiempo en que la Marca España era el jamón y Almodóvar, la selección de fútbol y las sevillanas, más o menos. El jamón puede pudrirse, Pedro jubilarse, la selección puede ser humillada por unos rusos flojitos, las sevillanas pueden dejar de bailarse en todo el país; pero Inditex seguirá representando. Todos, todas, confiamos en esta verdad universal. Ahorramos durante meses para poder acceder al mundo que Amancio nos propone, porque ahí una camiseta no es solo una camiseta, un traje no es solo un traje: en el mundo de Amancio podemos ser personas completas, mejores, más sofisticadas, que acudan a eventos importantes, que susciten la admiración ajena. Está al alcance de unos cuantos euros, unos pocos.
He aquí la droga ondulante del sector textil. Cada cual se automatiza bajo su particular «ahora es el momento», el momento de encontrar lo que uno busca, ¡el momento de conseguirlo! Es mi momento, en una vida de sacrificio y de tragar, es mi ESCAPADA DE SHOPPING (rugido con voz de ultratumba).
Pronto se me olvida mi labor de investigación. Por cincuenta euros –calculo- puedo adquirir un vestido, cuatro camisetas y un par de chanclas. Aparco la libreta y me imagino veladas de verano a la luz de las velas luciendo mi maravilloso vestido Inditex frente a un cocktail divino que costará más que el vestido en sí.
Atisbo el horizonte: la cola no tiene fin. Pero el cocktail va a estar mucho más rico con ese vestido. Me resigno y calculo a cuánto está la fila, dividiendo las cabezas minúsculas de espera por las cuatro o cinco cajeras que hacen ding ding ding ding. Para documentar el proceso, hago una foto desde atrás. Se me acerca un segurata cuyo cráneo empieza a clarear.
—Está prohibido hacer fotos aquí.
—¿Por qué?
—Porque salen las caras de la gente, hombre, un poquito de por favor.
Lo ha dicho como el de Aquí no hay quien viva.
—Pero no sale ninguna cara, mire.
Los dos observamos mi pantalla. Los soldados se han convertido en zombies que, a su vez, mantienen la cabeza gacha hacia sus teléfonos. El guardia no se muestra satisfecho.
—Da igual, no se puede. Y punto.
No me pide que la borre, así que no lo hago. Pienso en lo turbio que es que haya dos colas cruzadas de aproximadamente cincuenta almas en pena; segregados, sección de hombres, sección de mujeres. Me recuerda al racionamiento soviético y a otras cosas más feas. Nadie parece excitado por esa noche de verano a la luz de las velas, al contrario. Están aburridos.
Excepto una chiquilla delante de mí que pelea vivamente con la madre. «¿Te lo vas a poner o no?», «ahora eliges, eh, todo no te lo llevas», «pero tú gastas una XL de hombro, nena». La adolescente quiere abrir un boquete en el suelo y meterse ella o introducir a su madre, pero sabe quién tiene la pasta y amén y chitón con las impertinencias. Reparo en que la niña tiene en la mano el mismo vestido que yo. En la muñeca, una pulsera de la misma discoteca a la que fui el finde anterior. Lleva unos pendientes idénticos a los míos.
A punto está de desvanecerse la luz de las velas y el cocktail carísimo. Amancio nos está haciendo a todos iguales, poco a poco, con la ilusión de la oferta variada. Hace poco he oído a una dependienta informar a la clienta de que aquello que busca no está aquí, sino en la tienda de al lado. Lo mismo de todo, en varios sitios. La única habilidad que nos queda es la de mezclar con sabiduría esas copias idénticas que adquirimos con el sudor de nuestra frente.
Ejércitos iguales. Uniformes.
Me gustaría decir que abandoné mis cuatro camisetas, el vestido y las chanclas y salí de ahí con un futuro más prometedor por montera y mis cincuenta euros en el bolsillo. Que los gasté luego en una experiencia life changing, que invité a almorzar a un homeless y me puse del bando que debería ganar, al final: la manufactura explotada que todos presumimos –sabemos- que hay detrás de las etiquetas rojas.
Pero mentiría. Ustedes saben que mentiría.
Es mejor no hacer fotos, es mejor no hablar de lo que pasa ahí dentro en un día de rebajas. Por mucho que nos empeñemos, Inditex saca lo peor de nosotros mismos para decorarlo luego con un estampado de colores.
Y ahora, si me disculpan, voy a estrenar mi ropa nueva.