En el principio de los tiempos todo estaba muy tranquilo allá por el planeta Krypton. Brillaba el sol y las necesidades básicas eran atendidas por los adultos: hambre, caca, pipí, sueño. Si el corazón latía más de la cuenta, nos casábamos en los patios de la guardería o nos pegábamos el lote con peluches -¿era yo la única que lo hacía?-. Por tanto, no había razón para darse a los excesos. No albergábamos odio en nuestro interior, no había trasvases de energía vital y, por supuesto, no conocíamos forma alguna de autodestrucción.
Sin embargo, la presión interna del planeta empezó a ser insostenible. El núcleo explotó y provocó una auténtica pandemia. En definitiva: petamos. Así surgió nuestra particular kryptonita, el único material capaz de debilitarnos de lo lindo.
Para cada nativo es diferente. La kryptonita puede venir envuelta en el corazón del enemigo, o puede caer en meteoritos esporádicos que ponen la vida patas arriba.
Pero también puede encontrarse en el fondo de un vaso de tubo, en una bolsita de plástico llena de polvos –verdes-, en la cinta de un gimnasio, en el filo de una navaja, en la tapa de un váter, en una sala de operaciones, en la banda magnética de las tarjetas de crédito, en los dedos que causan heridas, en el extremo prendido de un pitillo, en una barba, dos barbas, tres barbas, en las cavidades de un escote, en las profundidades de unos ojos, en los lazos muy tirantes, en una hamburguesa triple seguida de cuatro perritos calientes, en las máquinas tragaperras, en la punta de un pene, en las rugosidades de la vagina.
Lo que todas las formas tienen en común es que la exposición continuada a este material radiactivo nos inmoviliza y anula nuestra fuente de poder personal. Incluso hace que se altere la fisionomía o que el nativo se escinda en dos seres, uno de ellos envilecido por la adicción y sus efectos colaterales. Los adictos necesitan. Necesitamos cosas. Hay un vacío desde que el núcleo del hogar explotó, y ese vacío requiere y requiere.
Por eso, la adicción a la kryptonita es de lo más común.
Me explico: los adultos, en los tiempos en que el sol brillaba, nos dieron comida, nos limpiaron el culo y nos dieron un lecho. Pero antes de que la explosión de Krypton nos llevara por delante, nos mandaron a otro planeta: uno regido por el saber estar. Y aquí empezaron los problemas.
Aquí aprendimos que, en lugar de lanzar fuera la energía explosiva, en lugar de aislar el material nocivo en un contenedor de plomo, en lugar de preservar el propio campo para mantenernos sanos y equilibrados en cuerpo, mente y espíritu; es mejor desarrollar una compleja red de mecanismos autodestructivos. O sea, que en lugar de lanzar la mierda verde fuera, nos la quedamos dentro o la asociamos a algún elemento externo del que nos volvemos dependientes. Sabiendo que el consumo del mismo nos restará autonomía y acortará calidad y cantidad de vida, sí. Esta es nuestra paradoja: nos enganchamos a lo que nos destruye.
Pero no todo está perdido. Los superpoderes vuelven cuando el kryptoniano oriundo identifica su particular entramado. Cuando dice, coño. Lo que necesito no es otra cerveza o que me suene el teléfono, sino cortar este vínculo, mandar al carajo o dar muchos besos. Cuando el kryptoniano aprende a canalizar la emoción hacia una puesta en práctica productiva que genere una corriente de endorfina natural, no artificial, que le sume.
Para eso, conviene no llegar a petar, como nuestro planeta base, y tener suficiente cantidad de amor propio. Esto es fácil de decir, parece fácil, pero es jodidamente complicado. Aprender a respetarse a uno mismo es lo más difícil que hay. De hecho, nos pasamos la existencia reivindicando el respeto del resto de kryptonianos porque no sabemos cómo ofrecérnoslo en primera instancia.
Uno pide lo que no tiene. Uno se atiborra de lo que no le beneficia. Uno hace lo que puede. Sin saber que hay otras cosas que puede hacer.
La verdad es que no hay nada prohibido. Este nuevo planeta que habitamos, el planeta Tierra, tiene un montón de reglas, es cierto. Incluso hay una academia que regula el uso de cada minúscula palabra. Está mejor visto pasar por rehabilitación que decir cosas sin aparente sentido. Si el kryptoniano inmigrante se atreve, en seguida lo tachan de extraterrestre, de raro. Pero hay muchas acepciones para esa palabra:
raro, ra.
(Del lat. rarus).
Chupaos esa, RAE, terrícolas.
¿No debería ser cada nativo único en su especie?
Ser adicto a lo radiactivo es solo una manera de infligirse dolor, de matarse poco a poco. Hay quien dice que todo lo que te gusta te mata. Pero también hay quien dice chorradas como «eres mi marca de heroína», como si eso fuera un piropo o algo bueno.
La heroína sí mata, igual que la kryptonita. Pero el amor no mata. La adicción es otra cosa. El amor nunca mata.
De uno, para consigo.
Del mundo, para uno. Y viceversa.