La vida de Eva había sido complicada después de un matrimonio breve pero fructífero ya que en cinco años había dado a luz en tres ocasiones. Su marido, que le acusaba de ser poco cariñosa, se había fugado con una peluquera, abandonándola con sus hijas a las que había tenido que sacar adelante en solitario. Ahora que había conocido a Orlando su vida, como mujer, parecía haber cobrado sentido. Él era muy paciente con las niñas y la convivencia resultaba fácil y placentera a pesar de que ella tenía diez años más que él y era la que traía el dinero a casa. Se estaba acostumbrando a su presencia y a una rutina compartida sin sobresaltos. Sin embargo, desde hacía unas semanas, el aprendiz de papá parecía inquieto y se solía desvelar por las noches. Eva se despertó una madrugada para descubrir que él había abandonado el lecho que compartían y después de dar vueltas en la cama sin conseguir conciliar el sueño, se levantó para ir en busca del hombre al que había acogido en su casa. Descalza y todavía adormilada se acercó a la cocina y, al no encontrarle allí, se dirigió al cuarto de baño. Tampoco lo halló en el aseo, por lo que se acercó al dormitorio de las dos pequeñas para comprobar que dormían apaciblemente. Cuando entró en la habitación de la mayor, se quedó petrificada al descubrir horrorizada que su príncipe azul se había transformado en un repugnante can. A cuatro patas sobre la cama, el monstruo, con su lengua, iba lamiendo el bajo vientre desnudo de la menor que como hipnotizada se mantenía impasible, tumbada boca arriba, con los brazos encogidos y una expresión de placer en el rostro.